Tribuna:

Año de nieve

JUVENAL SOTOGranada era entonces el nombre de mi libertad. Tras ser expulsado del colegio de concentración de los Jesuitas y del campo de exterminio de Campillos, conseguí palpar los primeros cachitos de la liberación en el instituto mixto de Málaga. Allí, en ocasiones revueltos y en ocasiones juntos, adolescentes tiernos de uno y otro sexo combinábamos los primeros versos de Berceo con los primeros besos de lengua, y allí, profiriendo tacos y traduciendo a Virgilio, me decidieron: Ciencias Políticas o Derecho serían las ignorancias a cursar en la universidad correspondiente. Elegí Granada por...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

JUVENAL SOTOGranada era entonces el nombre de mi libertad. Tras ser expulsado del colegio de concentración de los Jesuitas y del campo de exterminio de Campillos, conseguí palpar los primeros cachitos de la liberación en el instituto mixto de Málaga. Allí, en ocasiones revueltos y en ocasiones juntos, adolescentes tiernos de uno y otro sexo combinábamos los primeros versos de Berceo con los primeros besos de lengua, y allí, profiriendo tacos y traduciendo a Virgilio, me decidieron: Ciencias Políticas o Derecho serían las ignorancias a cursar en la universidad correspondiente. Elegí Granada porque Madrid ya era una ciudad con más de un millón de cadáveres, y porque, más que la Alhambra, El Rey Chico era un monumento a conquistar por aquellos 17 primeros años pasados entre curas, catetos y paseos por Las Acacias y el Valle de los Galanes. Granada, por tanto, fue el nombre de mi libertad. Un autobús de Alsina me transportaba a mediados de octubre del 72 hacia un futuro que a cada kilómetro era más y más presente, y cuando miré -a través del ojo de un rosco de Loja- la nieve reciente de Sierra Nevada supe que la infancia ya no tenía billete para aquel viaje mío directo al no volverás. Robustos con boina y cajas de cartón aullaron de angustia en los badenes de la carretera previos a las alamedas por las que, dicen, silbaba un niño que quiso ser Poeta en Nueva York, y en Santa Fe, dueño por fin de mi destino, pronuncié las primeras declaraciones del manifiesto de mi inconformidad: "¡Pipí!". "¡Jo, ya te podías haber aliviado en Loja!", me dijo un conductor gracias al cual desde ese momento sospeché que el mundo se mal reparte entre los que quieren mear y los que ni te dejarán que mees. El Derecho que yo debería estudiar en Granada confirmó la verosimilitud de mi sospecha. Leticia era el nombre de la asignatura en la que puse más empeño durante mi primer año de carrera, y a Leticia le sucedieron sucesivas materias hermosas en las que me apliqué y en las que, por mor de ciertas chuletas, incluso obtuve algún sobresaliente. Sin embargo, la nieve de la sierra era el suspenso que atormentó mi primer trimestre en aquella Granada de El Suizo y los morcones de El Aliatar, y en febrero a la nieve ascendí en el último viaje del último tranvía de Granada. De vuelta, el conductor miró hacia atrás interrogándome desde la visera de su gorra de tranviario -yo era el único viajero en aquel viaje-, y, durante breves instantes que ahora sé infinitos, fui el príncipe de la nieve conduciendo un tranvía que, como yo, renqueaba destinado a las cocheras de su desguace. Fue el año de la nieve. Después, Granada continuó siendo Granada, Leticia se marchó a la Universidad de Deusto, yo no pude con el Procesal II, y, tras varios meses sin otras noticias mías que no fuesen reiteradas peticiones económicas para comprar libros, coordenadas cartesianas, seminarios sobre Hegel, y viajes de prácticas sucesivas para doctorarme en El Rey Chico, mis padres enviaron un telegrama: "¿Qué haces?", preguntaban. "Deambulo por la nieve", contesté dos días más tarde. A veces, releo ese telegrama y su respuesta. No sé, quizás aún esté a tiempo de volarme la tapa de la infancia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En