Tribuna:

La agonía de la novela

Cada día se escriben más novelas y cada día nos aburren más. Hay, sin duda, algunas de subido valor, pero son excepciones. Por eso nos encontramos ante la avalancha imaginativa en condiciones de inferioridad. El exceso de producción nos anega y corremos el riesgo de naufragar en las encrespadas corrientes de la narrativa actual. ¿Qué pasa aquí?Ante todo, es menester percatarse de que quizá el arte narrativo se encuentre en franca decadencia. No olvidemos que los géneros literarios nacen, se desarrollan y concluyen por morir. ¿Quién escribe hoy teatro en verso, o epopeyas? Nadie. Y sin embargo ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Cada día se escriben más novelas y cada día nos aburren más. Hay, sin duda, algunas de subido valor, pero son excepciones. Por eso nos encontramos ante la avalancha imaginativa en condiciones de inferioridad. El exceso de producción nos anega y corremos el riesgo de naufragar en las encrespadas corrientes de la narrativa actual. ¿Qué pasa aquí?Ante todo, es menester percatarse de que quizá el arte narrativo se encuentre en franca decadencia. No olvidemos que los géneros literarios nacen, se desarrollan y concluyen por morir. ¿Quién escribe hoy teatro en verso, o epopeyas? Nadie. Y sin embargo esos dos modos de creación -y otros muchos- tuvieron su momento de auge y de popularidad. ¿Estamos ante lo novelesco en parecida situación? ¿Anuncia la plétora novelera su inminente desaparición? Todos los indicios apuntan a esa futura defunción.

Ya no hay tramas que apasionen al lector como ocurrió en el siglo pasado, época de gran madurez narrativa, en la que nacieron grandes y definitivas novelas. ¿Motivo? El acuciante problema del adulterio. Fijémonos bien. Tres grandes novelas que han quedado se refieren a la cuestión entonces candente de las relaciones amorosas en las que la infidelidad femenina desempeñaba un papel decisivo. Madame Bovary, Le rouge et le noir y O primo Bazilio cuentan, para mí, entre los fuertes hallazgos literarios de entonces. Claro está que cualquier otro lector podrá añadir distintos títulos, como por ejemplo Ana Karenina, pero los míos son aquéllos y en eso no cabe discusión alguna. Es cosa de gustos, esto es, de sensibilidades.

Ahora no escasean, ni mucho menos, los problemas de toda índole. Basta con echar una ojeada a nuestra realidad circundante para que los conflictos de muy diverso rostro asomen su hosco rostro ante nuestro preocupado ánimo. Con todo, algo radical puede percibirse en la moderna literatura. Ello consiste en esa especie de bruma, en esa niebla difuminadora que una y otra vez, con insistencia agobiante, nos hace cara en nuestras actuales lecturas. Los personajes están como desdibujados. Les falta lo que don José Ortega y Gasset llamaba, con atinado neologismo, "lo presentativo". Nos movemos entre las páginas de los relatos como a través de una selva intrincada: "Ludcus a non lucendo".

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Así, poco a poco, nos encontramos con la paulatina desaparición de los protagonistas de la novela y, en su lugar, nos damos de narices con unas matizaciones de estilo, o con análisis psicológicos sin sustento verdaderamente real. Pasamos de ese modo a la ausencia de intriga. No se eche en olvido que la novela más genial e innovadora de nuestro tiempo, la que caló profundamente en la sensibilidad occidental, el Ulises de Joyce, ocupa más de setecientas páginas (estoy citando por la edición originaria de la Shakespeare and Company de Sylvia Beach, que en la reciente edición crítica y sinóptica llega a las mil setecientas y ocupa tres densos volúmenes). Pues bien, en esa narración de 24 horas no ocurre nada especial. Se trata de un día como otro cualquiera -el 16 de junio de 1904-. Todavía nadie se ha preguntado por las razones del masivo éxito. Quizá el secreto radique en ese no ocurrir nada, en ese fluir del tiempo cotidiano que a todos nos atañe y a todos nos transforma lentamente. Para evitar malas interpretaciones o tergiversadas valoraciones, a mí personalmente me parece este Ulises como la más significativa e ilustre creación literaria de nuestra época. A ella y a su autor he dedicado un largo ensayo.

Creo que el triunfo, el sorprendente triunfo de esa novela, colocó a los que vinieron después en la necesidad de inventar, esto es, de descubrir otras formas de lo novelable. De tal necesidad nació lo que dio en llamarse como Nouveau Roman. De esa supuesta salida al impasse del irlandés salió la tendencia a una denominación cómoda -son palabras de Robbe-Grillet- para buscar nuevas fórmulas capaces "d"exprimer (ou de créer) de nouvelles relations entre l"homme et le monde". Pero esto equivale para nuestro doctrinario no sólo a inventar la novela, sino, además, a inventar el mundo. Por eso lo que ahora tropezamos, aquello que exige nuestra atención no es, por supuesto, la trama novelesca, el conflicto dramático, sino el ejercicio estético, la persecución del original decir. O lo que es lo mismo: la puesta a punto de ciertas metáforas, cuanto más audaces, mejor.

Aspiran, por ende, a la utilización de la fatiga lectora. Nada más monótono que ese asistir a difusas y esotéricas apropiaciones de lo que es literario. Por lo pronto, la criatura humana se nos escapa y se desliza por entre las mallas de unas redes conceptuales excesivamente amplias. Si no acontece nada, lo mejor sería callarse. Y si lo que ocurre vale la pena de ser relatado, sobran los afeites literarios. Con asistir al proceso de la vida en sí misma ya será bastante. El tiempo presiona en todos los sentidos del verbo presionar. Joyce, en un libro posterior y prácticamente indescifrable, el Finnegans Wake, define el transcurso cronológico con una sola palabra cargada de sentido. "Time the pressant", "Tiempo, el presente presionante", podríamos traducir. Pienso que la tarea de los futuros novelistas consistirá en intentar que la realidad se desligue de esa presión de lo actual y alcance una permanencia más allá del efecto corrosivo de lo actual. O lo que es lo mismo: conseguir que los actores de cada curva biográfica acierten a sustentarse en su propio recorrido. Entonces, y sólo entonces, cada sujeto tendrá presencia real y efectiva, cada ser poseerá lo que Ortega pedía, virtud "presentativa".

Y entonces tendrá su plena justificación el "Bloomsday". Y habrá renacido de sus propias cenizas la nueva novela.

Domingo García-Sabell, miembro del Colegio Libre de Eméritos, es escritor.

Archivado En