Tribuna

El Mundial de Clemente

El aficionado español ha firmado el finiquito de Clemente. Basta salir a la calle, basta escuchar los comentarios en la barra de cualquier bar, subir en el ascensor en compañía de extraños o vecinos, darle los buenos días al taxista. Clemente en boca de todos. Es el hombre del día. El pueblo pide su cabeza. Ya.No es cuestión de darle satisfacción al ciudadano y ponerse a favor de corriente. Es cuestión de analizar si de la sorprendente eliminación de España cabe deducir una responsabilidad extradeportiva, una conducta equivocada, una gestión indebida, por encima de los avatares propios de un j...

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El aficionado español ha firmado el finiquito de Clemente. Basta salir a la calle, basta escuchar los comentarios en la barra de cualquier bar, subir en el ascensor en compañía de extraños o vecinos, darle los buenos días al taxista. Clemente en boca de todos. Es el hombre del día. El pueblo pide su cabeza. Ya.No es cuestión de darle satisfacción al ciudadano y ponerse a favor de corriente. Es cuestión de analizar si de la sorprendente eliminación de España cabe deducir una responsabilidad extradeportiva, una conducta equivocada, una gestión indebida, por encima de los avatares propios de un juego deportivo. Y esa responsabilidad, esa conducta y esa gestión se han producido. Y el primer responsable es Clemente.

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Clemente ha incumplido gravemente el espíritu de un contrato. Clemente ha hecho un uso indebido de la letra no escrita. Por encima de cualquier cláusula, existe un lazo sentimental en cargos que tienen algún tipo de representación pública. Y un seleccionador la tiene, porque administra un patrimonio extraordinariamente sensible: la pasión de una nación.

Y ese patrimonio se ha gestionado de forma muy particular, no de forma muy personal, que no es lo mismo. Clemente quiso hacer de la selección un club. Bien: era una opción razonable para conseguir un objetivo. Pero ese club dejó de ser el España C.F. para convertirse en el vehículo de propaganda de sus manías persecutorias. Utilizó la selección para saldar deudas personales con los medios de comunicación, una actividad que estaba fuera de su contrato y que no le interesaba al aficionado. Se empeñó en jugar el Mundial de Clemente y no el Mundial de Francia. Se equivocó de campeonato y de rivales. Los daños de su arrebato incontrolado fueron irreparables y contaminaron el ánimo del equipo, que terminó tan tenso y huidizo como su técnico: la pérdida de confianza fue total.

La selección, por efecto de esta maniobra, pasó a ser un club privado, que cerró todos los canales de comunicación con el exterior, cedió la exclusiva de la palabra y de la imagen a Clemente para que éste, a su vez, decidiera unilateralmente utilizar un sólo canal de expresión, el programa de un amigo suyo. Da lo mismo si se trató de una cesión voluntaria de derechos o de una pura invasión de competencias. El resultado ha sido tremendo: la selección ha resultado ser durante varias semanas un colectivo antipático, caprichoso, tenso, pesimista y frustrante. Había que hacer un esfuerzo extraordinario para apasionarse con su juego y con su conducta.

Hasta la estadística, la fuente de su filosofía, le ha dado la espalda: esa España fiable en los números, esa selección que no conoció la derrota en cuatro años, es ahora otra cosa. Y no es un puro efecto óptico: los resultados están por debajo de la línea de flotación: España no logra siquiera un 50% de eficacia en las fases finales de los grandes campeonatos. Con la razón en su contra y sin números que le amparen, Clemente se ha quedado sin discurso.

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