Tribuna:

Tortura

Es probable que una persona que acaba de asistir a una corrida en Las Ventas reprenda airadamente a un niño que está apedreando a un gato, pero es mucho más ignominioso que ese señor se haya divertido contemplando cómo taladraban a un toro con diversos hierros. Nadie que presencie sin náusea en medio del jolgorio la tortura de un animal tiene autoridad alguna para enfrentarse a otra clase de violencia. La incultura de este país consideraba rutinario el que los perros callejeros fueran vapuleados, que los pájaros cantores acabaran siendo fritos y que los gatos salieran escaldados. Los catetos s...

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Es probable que una persona que acaba de asistir a una corrida en Las Ventas reprenda airadamente a un niño que está apedreando a un gato, pero es mucho más ignominioso que ese señor se haya divertido contemplando cómo taladraban a un toro con diversos hierros. Nadie que presencie sin náusea en medio del jolgorio la tortura de un animal tiene autoridad alguna para enfrentarse a otra clase de violencia. La incultura de este país consideraba rutinario el que los perros callejeros fueran vapuleados, que los pájaros cantores acabaran siendo fritos y que los gatos salieran escaldados. Los catetos siempre han celebrado esas gracias con sus risas melladas. Esta insensibilidad tiene todavía una salida natural en las capeas en honor a la patrona y en ellas las reses son apaleadas, ensogadas, abrasadas y al final de ese suplicio, devoradas. Esta miseria espiritual, que goza en algunos casos de denominación de origen, corre a cargo de una juventud entusiasta. El alcohol unido a la tradición fuerza al gentío a arrojar una cabra viva desde el campanario, a cortarle el cuello a un ganso en la punta del palo enjabonado o a cubrir de clavos a una vaquilla hasta convertirla en un puerco espín. No creo que ninguna persona decente que no esté ebria piense que semejante brutalidad es consustancial a nuestra raza. Ser español no consiste en meter los riñones para adentro y en andar por ahí dando capotazos como piensan algunos étnicos idiotas, pero la indignidad de esta matanza cada temporada sube de nivel, de modo que pronto veremos encierros en la Gran Vía de Madrid. Con ser la fiesta de los toros un espectáculo grasoso y hortera, es mucho más casposo el que una persona honorable y no borracha, que puede ser un banquero, un ministro o incluso un rey, muestre su entusiasmo al ver que un bello animal se va convirtiendo en pocos minutos en una morcilla sanguinolenta. ¿Con qué derecho cualquiera de estos caballeros, al salir de Las Ventas, podría reprender a un niño que esté apedreando a un gato?

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