Tribuna:

La limitada democracia de los partidos

La elección del candidato socialista ha hecho reaparecer la discusión acerca del carácter democrático de los partidos. Sin embargo, no son escasos los intentos de proporcionar oxígeno democrático a las organizaciones políticas, sobre todo entre la izquierda. Sucedió en sus mejores días con IU y ahora parece suceder lo propio con el PSOE. Sin embargo, hay razones para pensar que los problemas de estas iniciativas tienen menos que ver con la voluntad de los partidos que con la dinámica impuesta por el juego de competencia electoral en el que se insertan.En principio, las elecciones primarias en ...

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La elección del candidato socialista ha hecho reaparecer la discusión acerca del carácter democrático de los partidos. Sin embargo, no son escasos los intentos de proporcionar oxígeno democrático a las organizaciones políticas, sobre todo entre la izquierda. Sucedió en sus mejores días con IU y ahora parece suceder lo propio con el PSOE. Sin embargo, hay razones para pensar que los problemas de estas iniciativas tienen menos que ver con la voluntad de los partidos que con la dinámica impuesta por el juego de competencia electoral en el que se insertan.En principio, las elecciones primarias en el PSOE podrían parecer un ejemplo de democracia. Con los inevitables vicios de toda organización, los militantes pueden hacer oír su voz al elegir el proyecto que quieren ofrecer al conjunto de la sociedad. Además, hay un fondo de buen dispuesto entendimiento entre los candidatos propicio para el ejercicio democrático. Es buena cosa e infrecuente. Los calificativos que las gentes de izquierda se han aplicado fatigan el más exhaustivo diccionario de improperios. La historia, como la vida misma, nos ha enseñado hasta el abuso que se maltrata antes al de al lado que al de enfrente. A éstos se les otorga la dignidad y el respeto del rival; los otros, los nuestros, sencillamente, son traidores. Al margen de la personalidad de los candidatos, de su poco aprecio por el casticismo faltón, cabe pensar que ese buen hacer tiene que ver con una circunstancia de vital importancia para cualquier convivencia democrática: existe el suficiente cimiento moral compartido como para compatibilizar la discrepancia y la deliberación, para que el juego democrático se ejercite sin poner en duda el sentido último del proceso.

En cierto sentido, hay un mejor fermento para el funcionamiento de la democracia en el seno de los partidos que en los sistemas de competencia entre partidos. Por una parte, existe un compromiso compartido, moral y político, que hace posible la discrepancia sin socavar la confianza razonable en las propias tesis. Por otra, si las cosas son como debieran ser y los que deciden son los de abajo, la lógica del interés, inevitable perversión de las organizaciones, se ve mitigada por el convencimiento y el compromiso, las razones que, cabe pensar, llevan a las gentes a unirse en las organizaciones de izquierda, sobre todo cuando no están en el poder. De modo que, en principio, hay un margen importante para que triunfen los buenos argumentos, los que otorgan razón de ser al proyecto común.

Pero no hay que engañarse, sabemos bien que las cosas no son así y que al final los procesos se acaban corrompiendo. El diagnóstico convencional atribuye la perversión a una implacable dinámica de la ambición que envenena hasta el tuétano las mejores disposiciones democráticas. Pero hay razones para pensar que la culpa no se agota en los partidos. La principal radica en que la lógica de los partidos está subordinada a la lógica más poderosa de la competencia electoral. Al cabo, lo que los socialistas deciden es menos lo que ellos quieren que lo que esperan que quieran los otros, los votantes, y esa contabilidad, en las democracias contemporáneas, está inflexiblemente vinculada a la obligación de atender al mayor número de intereses. A fuerza de querer sumar intereses, los programas, que buscan complacer a todos y no molestar a nadie, pierden perfil y, al fin, resultan apenas distinguibles. Cuando las discrepancias se difuminan, la competencia política se agota en el carisma o la elegancia de los candidatos y las disputas abandonan el territorio de los valores que fijan las prioridades acerca de la vida compartida, de las concepciones del mundo, por decirlo a la antigua, para desplazarse, en el mejor de los casos, hacia el trato con los valores, hacia conceptos como los de honradez, eficacia o coherencia, importantes, sin duda, pero que nada dicen sustantivamente: con honradez, eficacia o coherencia se puede tanto organizar una revolución como gestionar una dictadura fascista.

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Esas circunstancias son las que acaso ayuden a entender esa paradoja de que, aun si están dadas las condiciones, la elemental comunidad cívica, entre los candidatos del partido, no se produzca algo tan básicamente democrático como la pública discusión de los proyectos, que la campaña electoral se parezca más a un recuento de fuerzas militares que a un debate sin tregua pero con solución. Precisamente por lo que se comparte, en principio, ese debate estaría entre los contados y afortunados casos en los que una discusión puede llegar a puerto, resultar susceptible de resolución.

Una conjetura mal intencionada sostendría que lo que sucede es que se está mareando la perdiz para tener entretenida a la concurrencia. Otra, más optimista con las gentes, pero más desoladora, es que en este fin de siglo hay ya poco margen para la discusión sobre proyectos en el seno de los partidos políticos porque su propio funcionamiento está inexorablemente subordinado a una lógica de la competencia electoral en donde priman las imágenes antes que las razones, las negociaciones antes que los argumentos, los recursos antes que la participación de los militantes, el acomodo a las reclamaciones con fuerzas o votos, las urgencias y los ciclos electorales antes que la pregunta por la justicia de las demandas y la preocupación por los que han de venir, el sondeo antes que la educación en la cultura cívica. Inflexible lógica que, como dijera con su habitual ironía Félix de Azúa hace ya algunos años, acabará por llevar a reinstaurar las decapitaciones en las plazas públicas, el espectáculo más popular de cuantos existen.

Con frecuencia se cita, y descalifica, a Borges cuando se refería a la democracia como «ese abuso de la estadística». No le faltaba alguna razón. Desde razones bien democráticas. También nos recordaba con no menos convencimiento: «El diálogo tiene que ser una investigación y poco importa que la verdad salga de uno o de boca de otro. Yo he tratado de pensar al conversar que es indiferente que yo tenga razón o que la tenga usted; lo importante es llegar a una conclusión, y de qué lado de la mesa llega eso, o de qué boca, o de qué rostro, o desde qué nombre es lo de menos». Así debieran ser las cosas en el seno de los partidos de izquierda. Si no es el caso, aun sin descuidar que nadie está amasado con barro de santidad, acaso hay que empezar a buscar la explicación en otra parte, en unas reglas de juego que nos obligan a ser, para decirlo con el poeta, «peores que nosotros mismos». Aunque sólo sea para protegerse de la neurosis obsesiva, la segunda patología más cultivada por la izquierda.

Félix Ovejero Lucas es profesor titular de Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.

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