Tribuna:

Nieve

Me contaron la historia hace sólo unos días, aunque sucedió meses atrás, cuando cayó sobre Madrid aquella gran nevada del invierno. El mundo estaba blanco y congelado, y los profesores del Liceo Europeo, uno de los muchos colegios de la ciudad, decidieron que los niños no salieran al patio durante el recreo, tal vez por temor a que los alumnos se les escarcharan cual sorbetes, o tal vez por miedo a sus propios miedos de adultos aburridos.Encerrados en una cancha, los alumnos veían al otro lado de las ventanas toda esa blancura enorme y promisoria, y se desesperaban como sólo pueden desesperars...

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Me contaron la historia hace sólo unos días, aunque sucedió meses atrás, cuando cayó sobre Madrid aquella gran nevada del invierno. El mundo estaba blanco y congelado, y los profesores del Liceo Europeo, uno de los muchos colegios de la ciudad, decidieron que los niños no salieran al patio durante el recreo, tal vez por temor a que los alumnos se les escarcharan cual sorbetes, o tal vez por miedo a sus propios miedos de adultos aburridos.Encerrados en una cancha, los alumnos veían al otro lado de las ventanas toda esa blancura enorme y promisoria, y se desesperaban como sólo pueden desesperarse los muy jovenes, para quienes mañana significa nunca y hoy es uno de los nombres de la eternidad. Y entonces sucedió. De repente, de manera espontánea y tumultuosa, los chiquillos organizaron una manifestación. Eran más de 200 críos entre 8 y 11 años: quiero decir que montaron un cisco formidable. "Como éramos todos, los profesores no podían castigarnos", explicó, con impecable lógica solidaria, el chaval de 9 años que me contó el suceso. "¡Justicia!", gritaban; y también una frase imposible y perfecta: "Nada está prohibido".

Admiro a esos niños. Admiro sus gritos, su sentido de la justicia, su tranquila seguridad en sí mismos, la certidumbre de poseer opiniones propias y todo el derecho a defenderlas. Recuerdo mi infancia en el franquismo: el sentido de culpa y el silencio, la indignidad de la obediencia ciega, la temible y arbitraria autoridad que lo inundaba todo. Cuánto hemos cambiado: pese a toda la crispación, a las politiquerías y a las demás miserias, en lo sustancial la sociedad avanza. No creo que pueda haber un símbolo mejor del asentamiento definitivo de la democracia que estos niños levantiscos y sin miedo. Por cierto: al final consiguieron salir al patio.

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