Tribuna:

No corráis, es peor

Una diligencia me llevó la otra mañana a una oficina ministerial en el paseo del Prado, frente al Jardín Botánico. La adecuada combinación de autobuses dejóme en el lugar requerido, confirmando lo acertado de utilizar estos grandes vehículos con chófer, en general bien instruidos para el oficio. Evacuado el trámite, para regresar a los lares se hace preciso cruzar hasta el andén lateral y luego trasponer la amplia vía -de una sola dirección- hacia el cogollo de la capital. Es una repetida y a veces angustiosa empresa, ya que la pausa para el paso de los peatones parece establecida para plusmar...

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Una diligencia me llevó la otra mañana a una oficina ministerial en el paseo del Prado, frente al Jardín Botánico. La adecuada combinación de autobuses dejóme en el lugar requerido, confirmando lo acertado de utilizar estos grandes vehículos con chófer, en general bien instruidos para el oficio. Evacuado el trámite, para regresar a los lares se hace preciso cruzar hasta el andén lateral y luego trasponer la amplia vía -de una sola dirección- hacia el cogollo de la capital. Es una repetida y a veces angustiosa empresa, ya que la pausa para el paso de los peatones parece establecida para plusmarquistas esos velocísimos negros de ambos sexos que lucen invariablemente densos collares de oro. Hay que considerar como una etapa la mitad del trayecto, realizada empero con premura.Nos sentimos al borde de un caudaloso Orinoco imposible de salvar ante el bronco tráfago de taxis, motocicletas, automóviles, camiones y furgonetas. Da la impresión de esos rápidos madereros que vemos en las películas rodadas en Canadá, por los que se desbocan centenares de troncos de árboles. A lo que hay que añadir el curso, veloz y ribereño, de los autobuses de la EMT. Acabamos de ver, en la orilla de enfrente, cómo arranca el que nos conviene antes de iniciar el tránsito. Tras él viene otro -suelen ir, como los guardias civiles, los hermanos gemelos y los disgustos, por parejas- que se detiene en la parada, junto al paso de cebra. Es un autobús doble, larguísimo. Salvamos los metros que faltan para alcanzar la parte trasera. Ha recogido, como es deducible, los pocos pasajeros que desdeñaron el precedente. Aprieto el leve trotecillo al comprobar que el acceso delantero se ha cerrado.

Dos factores contemporáneos se reúnen, para nuestra desdicha: la ausencia de energías con que levantar adecuadamente los pies en el correteo y una de las losetas del pavimento, mal asentada, con la que tropieza la puntera del zapato. La mano, alzada para llamar la atención del conductor, apenas llega al suelo fracciones de segundo antes que el resto del cuerpo. Entran simultáneamente, en contacto con la piedra ese brazo, la rodilla opuesta, un costado y lo demás de la pesada anatomía. Con una coordinación digna de Cabo Cañaveral, el autobús del disco 27 entra en su órbita horizontal y nos rebasa cuando acabamos de medir el suelo con las costillas. 0 sea, un batacazo de padre y muy señor mío.

Cuando uno ha alcanzado la edad de los descuentos en el transporte público, en los parques y jardines y en los teatros subvencionados, propinarse una costalada es una de las cosas menos aconsejables y deseadas. Dicen que el que va a morir percibe una fugaz panorámica de toda su existencia; nunca me he explicado por qué y para qué. Sí recuerdo, al fijar estas inmediatas sensaciones, que tuve un fulminante recuerdo para los ancestros del autobusero -que quizás ni siquiera me había visto-, la rememoración de una tendinitis de garabatillo que duró varios meses, por un percance similar, y un pensamiento hacia Juninho y esos jugadores de fútbol, esquiadores o pilotos de rally que entran bruscamente en contacto con la orografía. Con la diferencia de que mis caducos huesos tienen muy quebradiza consistencia.

La secuela inminente de una caída es levantarse o intentarlo. Por fortuna -no todo iba a ser negativo-, la mañana madrileña era radiante, lo que permitía ir a cuerpo gentil en las horas de mediodía. El gabán quizá hubiese amortiguado el trompazo, pero también habría sido un obstáculo para recobrar la vertical. Con la mejilla en el polvo, pude ver -en esos famosos segundos de lucidez-como una lánguida cola de personas ávidas de belleza y de cultura, tomaba el sol en la fachada sur del Museo del Prado. Me pareció percibir el gesto de disgusto de la turista gorda que fijaba en esos momentos sus ojos en mí. Había -siempre la hay- una persona que inmediatamente llegó a prestarme socorro; un hombre pequeñito, de aspecto muy parecido al mío. Con cierto esfuerzo, me ayudó a incorporarme, y, al escuchar los reniegos dirigidos neciamente al huido conductor, dijo: "No, señor. A nuestra edad, no importa nada perder un autobús; no son nuestros. A nuestra edad, no se debe correr, que es peor".

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