Tribuna:

La muerte a los cien

Cuando alguien como el escritor Ernst Jünger ha cumplido 102 años y se muere, la gente lo da por bien empleado. Por bien empleada la vida que ha vivido y por aceptable la muerte que le ha llegado. No es verdad eso de que nadie se resigne a morir. Existe, por el momento, un número mágico a partir del cual el ser humano se siente razonablemente abastecido por la existencia y le parece comparativamente aceptable que acabe el suministro de vida. No sólo pasados los 100 años se puede morir en paz. Puede morirse, además, con aura. No hay en primer lugar mejor prueba de bendición que la longevidad, p...

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Cuando alguien como el escritor Ernst Jünger ha cumplido 102 años y se muere, la gente lo da por bien empleado. Por bien empleada la vida que ha vivido y por aceptable la muerte que le ha llegado. No es verdad eso de que nadie se resigne a morir. Existe, por el momento, un número mágico a partir del cual el ser humano se siente razonablemente abastecido por la existencia y le parece comparativamente aceptable que acabe el suministro de vida. No sólo pasados los 100 años se puede morir en paz. Puede morirse, además, con aura. No hay en primer lugar mejor prueba de bendición que la longevidad, porque hay gente vigorosa a quien sin embargo el infortunio siega pronto. Por el contrario, a aquél que como, a Jünger, el tiempo le ha mantenido blindado de mortalidad y hasta los 100, es desde todos los puntos de vista un preferido divino.Estar vivo y de pie, como Jünger, significa además un monumento a la esperanza. El siglo entero que ha sostenido este hombre en su esqueleto nos lo trasmite como un canon. Podemos no ser inmortales pero sí tomar como referencia una cantidad que nos concilie con el hecho de morir a la medida. Cien años sería una longitud que firmaría cualquiera, incluso en el instante más álgido de su fortaleza joven. El brío en sí, en cualquier juventud, se corresponde con el brío mismo de exhibir 100 años. Nunca, como en el caso de Jünger y otros colegas temporales, el ser centenario trasmite una impresión de acabamiento sino de superación. No importa el menoscabo físico si se compara con la proeza de haber traducido el absoluto de la muerte en cualquier adjetivo.

En China, de la que hablo a menudo tras un año y pico leyendo sus textos, a la boda se la conoce como "la alegría roja" y a la muerte como "la alegría blanca". En China, antes de la influencia occidental, las novias se casaban de rojo y un paño rojo anunciaba el júbilo de la casa. La muerte blanca, representada con pañuelos y botines blancos, es la muerte para todos, pero en ella hay una muerte especialmente "jovial" ¿Puede serlo? Se acerca a ser positiva cuando quien muere tuvo oportunidad de ofrecer la vida a dos generaciones. Es abuelo y puede ver ante sí, zarpando, la continuidad del linaje.

Ni la muerte es igual en todas partes, ni lo ha sido en todos los tiempos. Philippe Ariès cuenta en su libro La muerte en Occidente que hasta la Alta Edad Media, antes de nacer la noción de "individuo", el hecho de morir no se tomaba tan a la tremenda. Era tremendo morir, pero carecía de esa trágica condición que ha hecho a la muerte personalmente horrenda. Antes de tomar conciencia individual, la muerte carecía también de intencionalidad personal. No venía a ensañarse con nosotros, sino que existía como una fatalidad global, flotando en medio de la impiedad de las plagas, las hecatombes o las guerras. No moría uno, sino que quedaba muerto. No se le daba muerte especial, sino que participaba, como era común, de una circunstancia letal. Pensando así, lo fatal era psicológicamente más soportable. Y, poco más o menos, así lo han tomado los chinos y otros pueblos orientales hasta ahora. De una u otra manera, no morir a solas, sino morir integrado en un magma, acompañado en lo mismo, alivia la sensación de la calamidad singular. Porque lo más insoportable del mal es creer que nos ha elegido y en concreto. Como, igualmente, lo más feliz de sobrevivir a una adversidad es pensar que hemos sido seleccionados nominalmente.

Éste es el caso, muy probable, que puede haber asumido Jünger con gozo. Tenía que morir algún día pero, ciertamente, ya había sido ungido con la señal de la gracia. Cien es un número reservado a los favoritos. Gracias al 100 se produce el extraño milagro de que nuestra muerte no podrá ser lamentada. No despierta lástima "de verdad". Y en consecuencia no nos sentimos tampoco lastimados. O incluso nos consideramos agraciados. En "la alegría blanca".

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