Tribuna:

La vista atrás

La radio, la prensa, se encargan, cada mañana, de acibarar el desayuno con noticias nefastas que encogen el ombligo. Muerte, corrupción, miseria, escasez, son los ingredientes que forman la novedad que nos llega con el día. Sin embargo, tengo el pálpito personal de que nunca estuvimos mejor ni tanto se derrocharon los bienes genéricos como ahora. Hemos pasado, en cuatro generaciones -de España hablo, de Madrid, su capital-, de ser un pueblo tronado, entre pícaro y pobrete, a la ciudad pródiga no tan alegre y confiada como dudo que fuera alguna vez. Dolido aparte con la supervivencia de los que...

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La radio, la prensa, se encargan, cada mañana, de acibarar el desayuno con noticias nefastas que encogen el ombligo. Muerte, corrupción, miseria, escasez, son los ingredientes que forman la novedad que nos llega con el día. Sin embargo, tengo el pálpito personal de que nunca estuvimos mejor ni tanto se derrocharon los bienes genéricos como ahora. Hemos pasado, en cuatro generaciones -de España hablo, de Madrid, su capital-, de ser un pueblo tronado, entre pícaro y pobrete, a la ciudad pródiga no tan alegre y confiada como dudo que fuera alguna vez. Dolido aparte con la supervivencia de los que se llamaron, con paradójica grandilocuencia, pobres de solemnidad, aunque solemnes eran aquellos hidalgos que, con las tripas vacías, esparcían unas migas de pan por la barba, al momento de salir a la calle, para dar la sensación de gente ahíta.El madrileño -curioso ejemplar, poco conocido hasta hace medio siglo, pues todo el mundo parecía venir de otra parte- vivía de las apariencias: la mayor parte de su tiempo en la calle, en los cafés, paseando por el Prado los matrimonios y las mocitas núbiles, de compras o de visitas las aburridas señoras. Engañándose unos a otros con fingidas prosperidades. El pueblo de los barrios bajos, los cercanos al río, tenían la estrecha cancela de la emigración, a Cataluña, las Vascongadas, las Américas, que era donde se cocían las habas.

Recuerdo con memorable escalofrío la admonición: "Cuando seas padre comerás huevo", asociada a la idea de la opulencia del rico comiendo pollo a todas horas, y perdices cuando las cosas les iban aún mejor. La indumentaria perdió matices, se nos ha uniformado; la mujer, hasta la ancianidad, conquista los pantalones, y de los hombres puede decirse que aún no los hemos perdido. Las chicas se acicalan para el meneo del sábado noche, todas de negro vestidas, y los muchachos andan francamente mal de ropa. En los tiempos idos se custodiaba el traje de los domingos, que, cuando existía, era simplemente "el otro". Tardó en aparecer la confección para el niño, aquellas tímidas "talla mocitos", porque el terno, el gabán, se heredaba del padre, del hermano mayor. Desaparecían los brillos de mil planchazos, pero quedaba la ignominia del bolsillo superior de la chaqueta en el lado derecho. Apariencia, presunción en la salita de recibir, eternamente enfundados los muebles y la araña, una prodigalidad mobiliaria. Boato externo en las casas burguesas con ocho balcones a la calle, escalera alfombrada hasta el quinto, portero de librea y un solo cuarto de baño en 300 metros cuadrados, quizá con un mezquino retrete de servicio, fresquera en el patio y ratones en el lavadero.

¡Ay, aquellas señoritas del pan pringao, quiero y no puedo! Sueños del príncipe azul, el terrateniente o, cuando menos, el dueño de un comercio, parientas de las doncellas donostiarras, que la benevolencia llamó "las condenadas", porque despilfarraron su virtud a la espera de una noble coyunda: "conde o nada", para acabar vistiendo santos, en vista de que ningún aristócrata se decidiera a desvestirlas, pasando por la vicaría. El imberbe cortesano, chupatintas entre dos crisis, esperaba el "pescantazo" con la hija honrada de un padre ladrón, lo que se llamaba un buen partido.

De aquellas miserables edades no queda ni rastro. Usar y tirar es la divisa: la comida, los vestidos, el ocio, la ambición, quizá el amor y la amistad. Todo tiene recambio, sustituto, trueque, mudanza. Algunos viejos locos dicen que quisieran volver a vivir, pero con la sabiduría y la experiencia acumuladas. ¡Qué horror, aburrida y triste existencia! Si me fuera dado repetirme, no quiero saber nada de mí mismo, aunque de poca cosa me arrepienta, para que los errores, los pecados, las dichas, el llanto y la risa fueran otros.

De ninguna manera volver al túnel del tiempo, pues pienso que el infierno consiste en saber lo que va a ocurrir, cómo van a ser las personas que nos rodean y en qué nos convertiremos. Mejor un vistazo al lado más amable de la eternidad, y pues no es posible la vuelta atrás, pensemos que recordar es ir liando el petate para el otro mundo. ¿Hay alguien allí?

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