Tribuna:

Cuesta de enero

España va tan rematadamente bien que hasta el recalcitrante reloj de la Puerta del Sol decidió funcionar en Nochevieja. Acababa yo de contemplar en Canal Plus el paso grácil de la novia Pujol camino del himeneo y su obvia felicidad se me había contagiado. Pleno de buenos y universales deseos, me alegré patrióticamente del éxito alcanzado en la increíble gesta por el genio suizo de la relojería monsieur Philippe Péllaton, importado desde su helvético país, sin reparar en gastos, para echar una mano en la solución del caso de las campanadas reticentes (título que hubiera chiflado a la por fin ex...

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España va tan rematadamente bien que hasta el recalcitrante reloj de la Puerta del Sol decidió funcionar en Nochevieja. Acababa yo de contemplar en Canal Plus el paso grácil de la novia Pujol camino del himeneo y su obvia felicidad se me había contagiado. Pleno de buenos y universales deseos, me alegré patrióticamente del éxito alcanzado en la increíble gesta por el genio suizo de la relojería monsieur Philippe Péllaton, importado desde su helvético país, sin reparar en gastos, para echar una mano en la solución del caso de las campanadas reticentes (título que hubiera chiflado a la por fin extinta Agatha Christie para alguna de sus novelas). Ni que decir tiene que también incluí en mi benévolo gozo al doctor arquitecto don Juan Blasco y los expertos de la prestigiosa relojería Losada, prez de Madrid, responsables conjuntos del atragantamiento nacional del año pasado. Tras 365 días de dolorosa incertidumbre, alentada por la prensa canallesca, habían logrado quitarse la espina.No olvidé, en mi mental reparto de parabienes, a nuestra consejería de Obras Públicas, que tan brillantemente culminaba con esta hazaña un 1997 tachonado de realizaciones estelares. Lo malo de la bondad ecuménica, cuando de improviso se desborda, es que no hay saco terrero capaz de meterla en cintura, así que un poco después, cosa de segundos, comencé a acordarme también de don Vicente Rodríguez, el probo relojerito de toda la vida que, año tras año, conseguía retardar la cadencia del reloj, a la hora de las uvas, sin más ayuda que dos piezas de metal, sin más asesoría que la de su propia sapiencia y maña, sin más gasto que el representado por su sueldo, seguramente no fastuoso. ¿Recuerda el lector aquellos tristes acontecimientos? En las postrimerías de 1996 llegó ufano don Vicente con sus probablemente rudimentarios pero eficaces artilugios, y se encontró el edificio presidencial de la Comunidad ya repleto de genios. Se irritaron estos ante su osadía y no sólo le echaron del sagrado recinto con cajas destempladas, sino que le despidieron definitivamente, según informaban a, la sazón los medios, por presentarse a cumplir con su deber, cual había sucedido durante los luengos lustros anteriores.

Esta última rememoranza me aguó la fiesta, se esfumaron mi gozo oficial y también el extraoficial, percatéme de que había comenzado ya la cuesta de enero, me puse bastante mohíno, tuve que esforzarme mucho más que en ocasiones anteriores para demostrar al resto de la familia que, a mí, esa tontuna de las uvas y el cava me divierte un huevo.

El día de Año Nuevo me desperté plenamente recuperado, o tal me pareció, con la bonhomie hecha una rosa, dispuesto a arrostrar evangélicamente la penúltima batalla gastronoetílica de las fiestas navideñas, tan, tan entrañables. El almuerzo preparado para la ocasión por mi pari estaba muy rico, en su modestia y "aunque me esté mal el decirlo", hecho que estimulaba mi ego de anfitrión incombustible y vitalicio, de modo que recuperé toda la bienaventuranza, anticipando una sobremesa deliciosa en compañía de mis deudos y deudas. Pero hete aquí que, apenas engullidos los postres, todo el mundo, sin distinción de razas, credos o cronologías, comenzó a exponer vehementemente sus terroríficos proyectos dietéticos, con fecha fija de iniciación: "En cuanto pase Reyes". Uno pensaba reducir su ingesta total a un par de nueces diarias; otro, a manzana y media; otra hablaba de no sé qué potingue demasiado misterioso para recordar su nombre, una pareja de cierto sirope ingerido durante 20 días consecutivos como único alimento cotidiano. Las señoras más influyentes de la mesa de edad se decantaron por el doctor Aracama, adelgazador de reconocido prestigio en esta ciudad, y así sucesivamente hasta 20 deudos y deudas o así.

El día 7 de enero, cuasisolos al fin mi costilla y yo, vi aparecer con aprensión en su plato el consabido par de lomitos de pescadilla, con su tradicional blancura cadaverina, y delante de él una gigantesca botella de coca-cola light.

Para fin de mes todo se me llenará de supervivientes de Auschwitz. ¡Y anda que no queda cuesta!.

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