Tribuna:LA INDEPENDENCIA DE LA JUSTICIA

Dejemos en paz al Tribunal Supremo

El credo neoliberal, especialmente vigoroso en las dos últimas décadas, ha implantado un discurso de fondo que va mucho más allá de la propuesta del Estado mínimo. En el germen de la teoría sobre un específico modelo de desarrollo de la sociedad en contraposición al Estado (enemigo natural de aquélla, salvo si está orientado a dejarla en paz, en palabras de Hayek) se encuentra el cuestionamiento global y sistemático de lo público y de sus instituciones, progresivamente debilitadas por la acción desgastadora de ese discurso y la coalición de emergentes instancias de poder social, mediático y fi...

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El credo neoliberal, especialmente vigoroso en las dos últimas décadas, ha implantado un discurso de fondo que va mucho más allá de la propuesta del Estado mínimo. En el germen de la teoría sobre un específico modelo de desarrollo de la sociedad en contraposición al Estado (enemigo natural de aquélla, salvo si está orientado a dejarla en paz, en palabras de Hayek) se encuentra el cuestionamiento global y sistemático de lo público y de sus instituciones, progresivamente debilitadas por la acción desgastadora de ese discurso y la coalición de emergentes instancias de poder social, mediático y financiero, con opciones políticas, llámense conservadoras o de cualquier otro modo, interesadas en la puesta en práctica de esa ideología. De ello dan cuenta algunos acontecimientos del último año de la vida pública en España, donde el proyecto político en el Gobierno y sus aliados sociales han presionado irracionalmente en todos los espacios que componen el sistema democrático: persecución del Grupo PRISA en la sociedad, persistencia en la tarea de dividir la izquierda en lo político e intento de control patrimonial de instituciones del Estado, como la Fiscalía. Lo realmente peligroso de todo ello reside en que la ablación metódica -en definitiva, típicamente ultraliberal- del Estado, que se produce cuando los poderes del mismo son entregados, compartidos y/o patrimonializados, conduce a un régimen inequívocamente tiránico.Formulada radicalmente, la pregunta política por excelencia es: ¿quién manda? De la respuesta que se dé depende la calidad democrática del sistema e incluso la propia presencia de lo que llamamos democracia. En este orden de convivencia, cualquier conflicto de intereses es resuelto por los que tienen la legitimidad constitucional precisa. En su caso, dentro de sus competencias, por los jueces y magistrados titulares del poder judicial del Estado. Quede claro que si en este país se llegase a un estado de cosas en el que los conflictos jurisdiccionales no fuesen gobernados por los sujetos que tienen la legitimidad para ello, los jueces, sino por otros, de modo directo o mediante presión, el sistema padecería un desgaste tan insoportable en su regla constitutiva que malamente podría merecer calificativo de democrático.

El Tribunal Supremo es el órgano jurisdiccional superior de todos los que componen la estructura judicial. Al margen de que, seguramente, necesite ser repensado en múltiples cuestiones como, por ejemplo, el proceso de elección de sus miembros, lo cierto es que constituye la cúspide del aparato judicial del Estado. Conoce, por una vía u otra, de los asuntos jurisdiccionales más transcendentales, algunos de los cuales enjuiciará en los próximos meses, y desde luego tiene una notable dimensión simbólica. El modo de relacionarse desde el exterior con el Supremo, -con cualquier órgano judicial, cabría añadir -queda determinado, desde mi punto de vista, por lo que antes apuntaba. Casi todo el mundo dice confiar en la respuesta judicial, pero está cada vez más claro que algunos condicionan de manera absoluta esa confianza a que el Tribunal haga lo que ellos quieren que haga, configurando para ello entornos de presión anteriores al enjuiciamiento que, mucho me temo, se inscriben en una estrategia global destinada a contestar específicamente la capital pregunta ya referida. "Mandamos nosotros", parece ser la respuesta implícita en todo ese cuestionarniento general y apriorístico de las instituciones. Como era previsible en un curso judicialmente complicado, en los últimos días de agosto se inició una polémica, agria y falseada, sobre una decisión del Supremo, indiscutible con parámetros de valoración jurídico-racional en la mano. Más que nada porque cualquier escrito de acusación absolutamente impreciso equivale, sin más, a la inexistencia de acusación, con lo que el argumento que contenía la cita (aun si hubiera sido alterada en su tenor literal) de una sentencia del Tribunal Constitucional era perfectamente aplicado. Lo que importa es que, a pesar de ello, se montó una campana sin contenido material justo antes de que se revisara una decisión judicial que se había producido hacía tiempo. ¿Por qué?

Frente a la lapidación de las instituciones (en ellas hay seres humanos, no se olvide), tan propia de los que no se creen lo público, y existiendo ya indicios de cierta estrategia de sobrecalentamiento otoñal, lo único razonable es afirmar un principio de confianza en la labor del Tribunal Supremo.

En democracia, la confianza nunca debe ser absoluta, no constituye un cheque en blanco, pero la diferencia entre los que están por la reivindicación -reinvención, por qué no- de las esferas públicas de ejercicio legítimo del poder y los que las desprecian reside en comportamientos sutiles pero tajantes. Los primeros criticarán, para bien o para mal, las decisiones judiciales cuando se produzcan, utilizando para ello los parámetros racionales del proceso y de la argumentación judicial. Los otros tratarán de condicionarlas antes del transcurso del proceso al margen, como se ha visto, de cualquier análisis racional, y aun en contra del mismo.

Por más que los magistrados sean gente experta, por más que su esperable vinculación a la Constitución y al principio de legalidad les procure un amparo inercial, es preciso dotarles del apoyo político-institucional que, a la postre, genere un entorno de respuestas al discurso de fondo en contra de la legitimidad de lo público. Esa respuesta en favor de las instituciones conoce una dimensión general, donde se convoca el coraje, la inteligencia y la lealtad constitucional de los responsables políticos y de los ciudadanos. Pero ello no basta. El Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces, tiene como misión primordial la de preservar la independencia de éstos.

La apertura y mantenimiento de una línea tajante en favor de esa parte de la estructura orgánico-constitucional que llamamos poder judicial y, naturalmente, de su cúspide, el Tribunal Supremo, es algo que ha de quedar fuera de toda duda. Más allá de las concretas declaraciones de amparo a los jueces que las merezcan, es necesaria una cultura en defensa de la independencia que poseen los tribunales como medio para tutelar los derechos y libertades de los ciudadanos.

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Creo que si el órgano de gobierno de los jueces realiza esa tarea, dejaría reforzada su propia legitimación y ayudaría significativamente a una democrática conformación de las relaciones del judicial con los demás poderes del Estado y con la sociedad.

José Antonio Alonso es magIstrado y portavoz de Jueces para la Democracia

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