Tribuna:

El interés general y la teoría de la democracia

A Carlos Mendo y a los demás trabajadores del Grupo PRISA¿Es posible articular una teoría de la democracia a partir del interés general y su contraposición con los intereses particulares? ¿Es pensable intelectualmente y organizable técnicamente la democracia como forma política a partir de dicha contraposición?

No sé si quienes han esgrimido el interés general como arma arrojadiza contra quienes no están de acuerdo con ellos, y en especial contra los trabajadores del Grupo PRISA, han tenido tiempo de reflexionar sobre lo que estaban haciendo. Pero deberían haberlo tenido, porque la ...

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A Carlos Mendo y a los demás trabajadores del Grupo PRISA¿Es posible articular una teoría de la democracia a partir del interés general y su contraposición con los intereses particulares? ¿Es pensable intelectualmente y organizable técnicamente la democracia como forma política a partir de dicha contraposición?

No sé si quienes han esgrimido el interés general como arma arrojadiza contra quienes no están de acuerdo con ellos, y en especial contra los trabajadores del Grupo PRISA, han tenido tiempo de reflexionar sobre lo que estaban haciendo. Pero deberían haberlo tenido, porque la teoría que han puesto en circulación choca frontalmente con la justificación misma de la democracia como forma política, tal como ha sido entendida desde las revoluciones americana y francesa en todos los países democráticos sin excepción.

Ciertamente, el concepto de interés no es ajeno a la teoría de la democracia. Al contrario. El concepto de interés está en el origen de dicha teoría. Pero no desde una perspectiva positiva, sino negativa. La teoría de la democracia nace precisamente de la imposibilidad de explicar a partir del concepto de interés la génesis del poder democrático de una manera lógicamente convincente y su ejercicio de una manera racionalmente controlable.

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Por dos motivos:

1. Porque los intereses, si no son infinitos, sí son incontables. No hay tantos intereses como individuos, sino muchísimos más. Cada individuo no es portador de un único interés particular, sino de innumerables intereses particulares. Uno es su interés en lo que a la presión fiscal se refiere; otro en lo que atañe a las relaciones Iglesia-Estado; otro en si el ejército debe ser profesional o no; otro en relación con las parejas de hecho; otro en lo tocante a la gestión del agua y la conveniencia o no de un plan hidrológico nacional o a la gestión del suelo y la cesión del 10% o el 15% por los promotores a los ayuntamientos; otro en si los colegios privados deben ser financiados con fondos públicos o no. Y asi sucesivamente.

2. Porque los intereses no sólo son incontables, sino que, además, y esto es lo decisivo, son radicalmente heterogéneos. Es imposible encontrar algo que les sea común a todos ellos, algo que los convierta en cualitativamente equiparables y, Por tanto, en cuantitativamente mensurables. El interés es siempre particular en el doble sentido de que es siempre interés de un individuo, y de un individuo no considerado en abstracto, sino siempre en una relación social concreta, particular.

Justamente por eso, el interés no puede ser nunca general. El concepto de interés general es un concepto lógicamente imposible. Solamente puede hacerse uso del mismo de manera metafísica o metafórica. Pero no puede utilizarse jamás como un concepto explicativo de una forma política democrática y como instrumento para organizarla técnicamente.

Y no puede porque la democracia es la única forma política que ha existido en la historia de la convivencia humana que exige, como condición previa para poder operar, una explicación lógicamente convincente del proceso de constitución del poder político. La democracia no es simplemente una forma más de ejercicio del poder, sino la única sometida en su origen y en su ejercicio al canon de la razonabilidad. El poder tiene que ser un poder "razonable y razonado", es decir, explicable en su constitución con base en criterios objetivos y racionales y controlable en su ejercicio, porque, una vez constituido, tiene que razonar sus decisiones con base también en criterios de este tipo. Esto no puede hacerse a partir del concepto de interés.

Por eso el concepto de interés ha sido utilizado o por la teoría predemocrática o por la teoría antidemocrática, pero nunca por la teoría de la democracia. El tránsito del interés exclusivamente privado característico del Derecho romano al interés público representado por el monarca absoluto frente a los particularismos feudales fue un elemento importante íntimamente vinculado a la "razón de Estado" en la teoría política del absolutismo, que acabaría desembocando en el Estado constitucional. La recuperación del concepto de interés general frente a los intereses particulares representados por los partidos políticos ha sido un recurso común en todas las dictaduras del siglo XX. Pero en la teoría de la democracia no ha desempeñado jamás papel alguno.

E insisto: no porque los intereses no cuenten; al contrario. Los individuos portadores de intereses particulares son los únicos que cuentan para la teoría de la democracia. Si los individuos no tuvieran intereses, el Estado no existiría. El Estado existe porque, como decía Madison, los hombres no son ángeles.

¿Por qué entonces? ¿Por qué, si lo que caracteriza a los individuos en cuanto animales políticos es el hecho de ser portadores de intereses, es imposible explicar su organización política en democracia a partir del concepto de interés? ¿Por qué el concepto de interés es absolutamente indispensable en el mundo de la economía y en el del derecho y resulta, sin embargo, inservible en el mundo de la política?

Porque lo que caracteriza a la esfera de la política es ocuparse de la dirección unitaria del conjunto de la sociedad. La política es la síntesis de todas las relaciones sociales. Y de todas simultáneamente, no sucesivamente. La sociedad española, integrada por 40 millones de individuos con innumerables intereses particulares, para poder autodirigirse coherentemente y garantizar su propia supervivencia, tiene que sintetizarse políticamente en un único Estado. Para esta síntesis el concepto de interés es inservible.

No sé si sería posible hacer una síntesis política respecto de cada uno de los innumerables intereses particulares y obtener de esta manera un "interés general particular" respecto del medio ambiente, la defensa, la educación o la sanidad. Pero, aunque lo fuera, la democracia como forma política continuaría siendo inexplicable a partir del concepto de interés. Pues la democracia no puede ser la yuxtaposición de incontables intereses generales particulares. La democracia tiene que ser la dirección unitaria de todos ellos. El salto de la particularidad a la generalidad a partir del concepto de interés no puede no ser un salto mortal.

¿Cómo resuelve el problema la teoría de la democracia? Si el punto de partida, por mantenernos dentro de España, son 40 millones de hombres y mujeres que no sólo tiene cada uno de ellos un código genético distinto, sino que además está preocupado cada uno de ellos en una combinación inevitablemente singular por la precariedad del empleo, la calidad de la enseñanza, la contaminación del aire o la tarifa del IRPF, ¿cómo es, en primer lugar, explicable intelectualmente la síntesis política de tal heterogeneidad, y cómo es, en segundo lugar, organizable técnicamente dicha síntesis política? Si no hay una respuesta lógicamente convincente para estos interrogantes, la democracia como forma política no habría sido nunca posible.

La respuesta de la teoría de la democracia es la siguiente: los individuos no sólo son diferentes, sino que tienen derecho a serlo. Los seres humanos siempre han sido diferentes. Lo que caracteriza a la democracia es que no sólo lo son, sino que tienen derecho a serlo. Esta es la novedad de la democracia. El derecho a la diferencia, el derecho "a no ser una fotocopia del vecino", que, como dice Fernando Savater en Ética para Amador, es el primero de los derechos fundamentales, es una conquista de la democracia. No ha existido antes.

Y en este tener derecho está la clave. Pues lo decisivo para ser titular de derecho no es ser portador de intereses, sino tener voluntad propia, es decir, no estar sometido a una voluntad ajena. El derecho no es sólo una relación entre individuos, sino entre individuos autónomos cuyas voluntades tienen que ponerse en relación a través del ejercicio de la libertad personal.

Justamente por eso, la democracia no puede descansar en el concepto de interés, sino que tiene que descansar en el concepto de voluntad Por eso el dogma de la democracia no es el interés general, sino la voluntad general, Los individuos son portadores de innumerables intereses, pero de una única voluntad. Lo que tienen en común los 40 millones de españoles es que son cada uno de ellos titulares de una voluntad única que tendría que poder ser manifestada libremente en condiciones de absoluta igualdad.

El condicional es importante, porque remite al problema de la igualdad, al que la teoría de la democracia también tiene que dar una respuesta lógicamente convincente si no quiere que todo el edificio se le venga abajo. ¿Cómo es posible que individuos naturalmente diferentes y socialmente portadores de intereses heterogéneos puedan expresarse en condiciones de absoluta igualdad? ¿Cómo es posible explicar la igualdad política a partir de la diferencia natural y la heterogeneidad social? Y explicarla de verdad, sin manipulaciones ni mixtificaciones.

O dicho de otra manera: ¿cómo se puede explicar de una manera lógicamente convincente a partir de los millones de voluntades particulares la formación de una voluntad general única? ¿Cómo es posible que millones de voluntades individuales y por tanto heterogéneas den como resultado una voluntad homogénea única? Éstos son los términos en que se plantea la justificación de la democracia.

La realidad social que la democracia tiene que sintetizar políticamente es y no puede no ser una realidad heterogénea. La sociedad-democrática está integrada por millones de individuos diferentes dotados de derechos constitucionales, para hacer real y efectiva su diferencia y, en consecuencia, portadores de intereses heterogéneos. Si esta diferencia y heterogeneidad no quiebra en algún momento, si no se produce en algún momento la cancelación política de nuestra individualidad, la democracia no sería posible.

Esto, justamente, es lo que ocurre en el acto de la votación. En el momento de la votación y únicamente en el momento de la votación el individuo deja de ser individuo para ser exclusivamente ciudadano. El momento de la votación es el único en la vida del ser humano en que un individuo es exactamente igual a otro, en el que se suprime la diferencia y en el que se impone de forma absoluta el principio de igualdad. Es el único momento en el que, por utilizar la fórmula de Felipe González en la campaña de 1996, "Emilio Botín vale lo mísmo que Raimundo". Por eso la democracia es una forma política tan revolucionaria y resulta tan difícil de aceptar por los más fuertes".

Esta homogeneidad exclusivamente política de millones de voluntades particulares heterogéneas es lo que hace posible la formación de la voluntad general. En el acto de la votación queda cancelada la individualidad del votante, que cuenta únicamente como fracción anónima de un cuerpo electoral único que constituye la voluntad general. En democracia se pronuncian millones de individuos, pero habla un cuerpo electoral único que emite la voluntad general. Ésta es la regla de la democracia en la que descansan, directa o indirectamente, todas sus instituciones políticas y todas sus normas jurídicas. Si toda la complejidad personal que hay detrás de cada voto, si todos los intereses de los que cada votante es portador se introdujeran en la urna, no habría síntesis posible. No habría voluntad general y no habría autodirección política de la sociedad, es decir, no habría democracia. Estaríamos en la anarquía, que es la traducción inmediata y directa de la libertad personal. La anarquía no es más que el ejercicio de la libertad personal sin el límite de la voluntad general. Por eso la anarquía despierta esa atracción tan intensa entre los seres humanos. La anarquía es mucho más atractiva que la democracia. ¿A quién le puede interesar tener que optar globalmente por algo sin poder personalizar la propia opción? La democracia no es atractiva, es útil. La cancelación de nuestra individualidad en la que descansa la voluntad general es lo que nos proporciona el derecho a ser lo que queremos ser el resto de nuestra vida. Lo atractivo de la democracia no es el momento de la votación, sino lo que ese momento nos da derecho a hacer el resto del tiempo.

Hay individuos a los que esa cancelación mínima de su individualidad les resulta insoportable y se niegan a votar. Jesús Mosterín lo explicó hace tiempo en este periódico. Puesto que no podía "individualizar" su voto y expresarse a -través de él en cuanto el individuo Jesús Mosterín, se negaba a votar. Está en su derecho. Pero debe saber que tiene derecho a ser Jesús Mosterín porque los .demás votamos. Si los demás no aceptáramos cancelar nuestra individualidad en el acto de la votación y transformarnos por un instante en fracciones anónimas de un cuerpo electoral único a fin de constituir la voluntad general, no habría democracia y el derecho de Jesús Mosterín a serlo se vería limitado. A lo mejor no podría escribir en el periódico en el que escribe, o no tendría pasaporte, o lo expedientaban y lo expulsaban de la Universidad, o se veía sometido al Tribunal de Orden Público o a la jurisdicción militar, etcétera. La garantía de que nada de esto le ocurra se la estamos proporcionando los demás, que sí votamos.

Así es como la teoría de la democracia explica la constitución del poder político. Pero, una vez constituido, ¿cómo explica su ejercicio? En la formación de la voluntad general participan (pueden participar) todos los ciudadanos en condiciones de absoluta igualdad. La voluntad general no hace acepción de personas. Todos somos, pues, cotitulares por igual de la voluntad general. Por eso, en lo que a la titularidad de la voluntad general se refiere, no tienen cabida los conceptos de mayoría o minoría. Independientemente de cómo hayamos votado y de que coincidamos con un mayor o menor número de ciudadanos en el sentido de nuestro voto, cada uno es tan partícipe como cualquier otro en la formación de la voluntad general.

Ahora bien, si los conceptos de mayoría y minoría son irrelevantes en lo que a la titularidad de la voluntad general se refiere, no lo son en lo que atañe a sus condiciones de ejercicio. Todos participan o pueden participar en condiciones de igualdad en la formación de la voluntad general, pero no todos pueden participar en tales condiciones en el ejercicio real y efectivo de dicha voluntad general. La ley, que es la forma a través de la cual se expresa real y efectivamente la voluntad general, no puede exigirse que sea aprobada por unanimidad. Si así fuera, la democracia como forma política estaría condenada a la parálisis.

Por eso en todas las democracias la ley se aprueba con base en el principio de mayoría. La voluntad general en su ejercicio es, no de facto sino de iure, expresión de la mayoría parlamentaria. De facto puede producirse la coincidencia de la minoría con la mayoría. No es malo que ocurra. Pero de iure dicha coincidencia es irrelevante. La fuerza de obligar de la ley no deriva de la composición de la mayoría que la aprueba, sino única y exclusivamente de que ha sido aprobada por la mayoría.

Esta distinción entre titularidad y ejercicio en lo que a la voluntad general se refiere es algo que suele pasarse por alto en el análisis de la democracia. Y no debería hacerse. En dicha distinción se basa todo el edificio de la democracia. Pues la democracia es, ante todo, acuerdo sobre determinados principios que no pueden estar siquiera sometidos a discusión. Tales principios constituyen el presupuesto indispensable para que la dialéctica mayoría-minoría pueda ser pensada. Sin esos principios comunes, exigidos por el concepto de voluntad general en cuanto voluntad de todos, el enfrentamiento político degenera inevitablemente en un enfrentamiento civil.

Quiere decirse, pues, que la democracia no descansa en el principio de mayoría, como normalmente se dice, sino en el dogma de la voluntad general. Y utilizo el término dogma en su sentido fuerte. La voluntad general es discutible desde fuera de la democracia, pero no en su interior. Quien no acepte la democracia no podrá aceptar nunca la voluntad general. Pero quien la acepte no podrá no aceptarla. Por eso Rousseau es Rousseau. El principio de mayoría no es más que el expediente práctico a través del cual dicho dogma se exterioriza. Por eso el principio de mayoría no es un valor absoluto, sino un mero instrumento para hacer operativo el sistema político de la democracia. Y por eso también el principio de mayoría tiene que estar sometido a límites. Pues si la democracia no es posible en la práctica sin el principio de mayoría, tampoco lo es con la vigencia sin límites de dicho principio. La voluntad, general sólo puede exteriorizarse a través del principio de mayoría, pero no puede ser la expresión pura y simple del principio de mayoría, no puede ser lo que Amelia Valcárcel llama "la cara desnuda del principio de mayoría".

La voluntad general tiene que ser el principio de mayoría sometido al canon de "razonabilidad", es decir, traducido en normas "razonables y razonadas" respetuosas de los pnincipios generales del derecho y de los valores compartidos sobre los que se basa una vida civilizada y canalizada a través de los procedimientos mediante los cuales cada uno de los órganos del Estado tiene que manifestar su voluntad.

Esta es la razón por la que la voluntad general en su ejercicio no puede ser la expresión de un interés que se impone simplemente porque sí, porque se dispone de la mayoría para imponerlo. Ya Madison, en el número 10 de El federqlista, nos advirtió que lo decisivo en una democracia es defender a "una parte de la sociedad frente a la injusticia de la otra parte", ya que "si una mayoría está unida por un interés común, los derechos de las minorías no estarán seguros".

Pido disculpas por el tono profesoral. No deja de resultar preocupante tener que recordar el abecedario de la democracia a estas alturas del guión. Pero en ésas estamos.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla

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