Tribuna:

Misterios de lo penal

Pues resulta que los miembros del Consejo de Administración de Sogecable, SA, están en un aprieto; un juez los ha empapelado penalmente. La mayoría son amigos, y muchos de ellos socios en una sociedad llamada PRISA, y colegas en su Consejo de Administración; y es que PRISA es la propietaria del 25% de Sogecable.No pretendo que resulte extraño que alguien que sea mi amigo, socio y colega se encuentre en líos judicial-criminales; pues no soy más indicio de su decencia que ellos de la mía, y ya se ve dónde están, de momento. Al fin y al cabo, los tiempos han cambiado; antes los amigos de uno tení...

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Pues resulta que los miembros del Consejo de Administración de Sogecable, SA, están en un aprieto; un juez los ha empapelado penalmente. La mayoría son amigos, y muchos de ellos socios en una sociedad llamada PRISA, y colegas en su Consejo de Administración; y es que PRISA es la propietaria del 25% de Sogecable.No pretendo que resulte extraño que alguien que sea mi amigo, socio y colega se encuentre en líos judicial-criminales; pues no soy más indicio de su decencia que ellos de la mía, y ya se ve dónde están, de momento. Al fin y al cabo, los tiempos han cambiado; antes los amigos de uno tenían que ver con lo criminal por razones políticas, pero eso era en épocas oprobiosas; ahora ya no: uno tiene amigos que entran en la cárcel, salen de ella, resultan empapelados, acusados, hostigados por delitos comunes (por cierto, otros amigos míos, de la misma pasta de amigos, han sido asesinados, como suena, a manos terroristas). Nada extraño, por tanto, que unos amigos míos anden empapelados por jueces de lo penal.

Lo que sí resulta, para mí, más extraño es lo que se dice que han hecho; bueno, no lo que han hecho, sino la posible catadura delictiva de lo que han hecho; porque, en mi condición de consejero de PRISA, he sido informado, mes a mes, durante años (¿ocho?, ¿nueve?) de esos hechos, reflejados en sus balances; porque todos los hechos están representados en los balances e informes oficiales. Aquí no se denuncian torvas maniobras que unos actores ocultan a los demás, o al público, ni siquiera admirables operaciones de eso que se llama ingeniería financiera; nadie ha ocultado nada a nadie. Y nunca tuve ni la más ligera sospecha de que esos hechos pudieran ser delitos; así que no se me ocurrió ni pedir su corrección, ni denunciarlos como un buen ciudadano; ni tampoco, por cierto, a los casi dos millones de contratantes con Sogecable; ni a los accionistas de Sogecable, todos tan irreprochables como entidades de crédito de limpísima ejecutoria u otras empresas ejemplares (y que, sin embargo, serían los únicos beneficiarios de la acción delictiva); ni a los funcionanios que han recibido esas informaciones en registro público específico de sociedades de televisión que, como se sabe, deben ser estrictamente vigiladas.

Que los demás sean tan inocentes o ignorantes que no se hayan dado cuenta puede ser sorprendente; pero lo que me mortifica es no haberme dado cuenta yo, que estoy en lugar próximo para ver, soy teóricamente algo competente en la materia y no me tengo por imbécil. No digo ya del delito, que ahora, una vez planteado el asunto, creo que no lo hay, sino de la posibilidad de que lo hubiera, de la sombra de una duda jurídico-criminal sobre esos hechos. Y me mortifica pensar que puedo ser un imbécil.

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Porque lo que sucedía, según se dice en la prensa y radio, es que unas personas (entre las que casualmente me encuentro por partida doble, pues tengo dos contratos de Canal +) contrataban con la cadena la entrega de un artilugio denominado descodificador para poder ver las emisiones televisivas codificadas; la cadena, para garantizarse la devolución del aparato cuando el contrato se terminara, recibía del cliente una cantidad de dinero en garantía de aquella devolución futura; nada que no estemos acostumbrados a hacer por bombonas de butano, contadores de luz o agua, cintas de vídeo, coches arrendados o trajes alquilados en Cornejo cuando a uno le exigían etiquetas o disfraces de los que no gozaba propiedad.

¿Y qué hacen los perceptores de esas fianzas monetarias? Pues utilizar el dinero en algo provechoso; el dinero así recibido no se guarda debajo de la solería, para cuando llegue la ocasión de devolverlo -conducta absurda a la que ninguna ley obliga-, salvo cuando lo hace, que no es el caso, pues aun en estos supuestos excepcionales se obliga a colocar el dinero en ubicación provechosa para el que lo coloca; lo contrario tiene hasta contraindicaciones evangélicas, si es que se recuerda la parábola de los talentos y el administrador leal y diligente.

Y lo que ha sucedido es que en este tiempo ha habido bajas de muchos contratantes (400.000), pues ya se sabe que los contratos no son eternos y hay gente que se harta de la televisión contratada o se va a vivir a lugar inaccesible a esas ondas, y a todos se ha devuelto su fianza a la vez que se recibía el descodificador depositado. Pero eso es un detalle. Porque, ¿qué pasa si un día no se devuelve una fianza? Pues que se reclama, y el reclamado responde con todos sus bienes presentes y futuros; con todos, no sólo con los billetes de la fianza. ¿Y cómo es que la gente se arriesga a tanto como a dejar en fianza 20.000 pesetas (ahora 6.000) a gente que no se sabe si las devolverá en su momento? Porque la gente confía; toda relación mercantil se basa en la confianza: en mi juventud confié en Cornejo, y luego he seguido confiando en la compañía de butano, en la eléctrica, en la de aguas y en la que alquila coches o cintas de vídeo; desde luego, he tenido suerte: siempre me han devuelto las fianzas; creo que lo mismo le ha sucedido a casi todo el mundo; si en algún caso ha habido problemas, se han resuelto por la vía que se llama civil, o dando la lata o reclamando ante tribunales civiles.Que quien no paga sea un delincuente ya es otra cosa; y mucho más el que paga, y siempre ha pagado, y presenta cuentas que indican una solvencia (que así se llama la cosa) más que tranquilizadora; porque el uso dado al dinero de las fianzas ha sido acertado, y su valor está ahí, pero podía haber sido menos afortunado, lo que no impediría el derecho de los clientes a percibirlas en su momento, porque toda la solvencia social es el respaldo de sus deudas; y la sociedad es solvente porque ha ganado dinero, y no todo se lo han distribuido los socios.

¡Pero si es que los contratantes confían hasta en el Estado!; hasta en los Ayuntamientos, malos pagadores entre los malos; entes que, cuando reciben fianzas en dinero, las meten en el saco de sus haciendas para gastarlas en lo que les convenga.

Así que sigo sin ver el delito. Esta es mi opinión. Ni apropiación indebida, ni otras calificaciones semejantes. Pero estoy deseando que se aclare la cosa, no porque dude de mis amigos consejeros de Sogecable, que no dudo, sino porque mientras no sea así mi orgullo profesional quedará mortificado; y, si no acierto, será una importante lección de humildad.

Pero también me siento tentado de pensar que no es sólo que uno sea más simple de lo conveniente; algo más debe haber. Y se me ocurre pensar que en esta sociedad no se admite, al parecer, más criterio del bien y del mal que el de la justicia penal, lo que me parece un tanto desviado, porque conozco indeseables no delincuentes según la ley, y gente decente que es delincuente según la misma ley (gente que aborta, por ejemplo, o son insumisos). Pero la perversión de ese criterio apareja otras indeseables consecuencias, como es la búsqueda del delito como prueba de la maldad, tanto mediante la ampliación abusiva del catálogo de los delitos como a través de la descripción etérea e imprecisa de su figura (en lo que es ejemplar éste que Ilaman Código Penal de la democracia, en. perjuicio de la seguridad de los ciudadanos), o, finalmente, mediante la más rebuscada interpretación de las normas para que el enemigo obtenga la condena penal; sin condena penal, no hay nada que reprochar, lo hemos visto en otra clase de asuntos. También por eso los oponentes políticos tienden a hacer de toda ilegalidad de la acción pública delito de prevaricación.

Y por eso se mira con Iupa la actividad de quienes manejan dinero, sobre todo si el negocio es bueno. Cuando hay alguien que molesta, ¿Cómo destruirlo? Por la vía penal. La actividad empresarial es una actividad de especial riesgo penal, como manejar explosivos; y si no tanto de ser condenado, lo que rara vez sucede, sí de ser empapelado, lo que ya es un desastre para el que lo padece, y principio de destrucción o deterioro.

Y es que la cosa es peor porque, para destruir o hacer tambalearse a una persona, grupo o entidad, no es necesario que se llegue a la famosa sentencia firme, una vez recorrido el rosario de tribunales, que están para dar seguridad frente al error; de suyo, basta el empapelamiento penal, y a veces ni eso, basta la incitación, la denuncia; de ello se encargan los modernos y potentes heraldos de la justicia, los medios de comunicación; que, mediante las técnicas de repetición incesante -megafonía-, cuando no de incitación, insinuación o pura firmeza afirmativa de lo que es de suyo incierto o discutible, corroen la imagen, los nervios, la solidez del sujeto; porque ya se sabe que las cosas de palacio van despacio y aunque esa lentitud es, precisamente, garantía de ecuanimidad, se utiliza, por la incertidumbre misma prolongada en el tiempo, para destruir mediante corrosión.

Nada nuevo. Por lo demás, salvo en la materia utilizada para destruir, en España hay una vieja tradición; ahora es cuestión de dinero, en otra época fue cuestión de herejía, o de no probar la carne de cerdo. Así como ahora es peligroso el dinero abundante, entonces era peligroso estudiar la Biblia; la Inquisición se estableció para librar al país de enemigos interiores; el Santo Tribunal lo hacía muy bien, con escrupulosidad ejemplar, y al final siempre aplicaba la ley, con moderación dictada por la caridad, el amor al alma descarriada; limpieza ejemplar, con algunos problemas, que se lo pregunten a fray Luis de León, que habla por las actas de su proceso (lectura muy recomendable, por cierto), y que tuvo que destinar cinco años de cárcel a hacer resplandecer su inocencia. ¿Quiénes eran los malos? Los condenados por la Inquisición; pero también los "inquiridos". Y con floración de malsines, ¿qué hubiera sido delSanto Tribunal sin los malsines? Un ejemplo de ineficacia.

Se comprende que, entre tanta algarabía, lo que hace falta es rapidez y tranquilidad. Los jueces y todos sus adláteres, necesitan sin embargo tiempo y sosiego. Y hace bien el juez en quejarse si lo agobian. Pero digo yo que el agobio viene también de quienes lo jalean en virtud de una condena esperada; y cuanto más alto sea el jaleo, más agobio.

Porque, en una cuestión como la que se debate, el que azuza de modo conminatorio realiza una presión tan rechazable, al menos, como el que hostiga al juez para defenderse. Un juez no necesita jaleadores de rehala, que están de más. Podíamos, digo yo, poner fin a las incitaciones, lo que seguramente es demasiado pedir para unos medios acostumbrados al desmadre y orgía descalificadora sin que nadie ponga coto a su sacrosanta libertad de expresión (i.e. descalificación, insulto y supresión de toda cautela en la imputación de los hechos). Y es ahí donde está, de momento, el problema: en las penas de empapelamiento, imputación, acusación, y banquillo, en su caso, retransmitidas y ampliadas a voz en grito; si es que las llamadas medidas cautelares no se extreman para hacer frente a la "alarma social", esa madre de discrecionalidades y también arbitrariedades y que se suele generar precisamente por el griterío de los incitadores de voz elevada. ¿Quién compensa luego de esos daños efectivos? Nadie, que yo sepa.

Y ésa es una real situación de indefensión, de daño no reparado. Desde luego que esto sucede todos los días, y seguirá sucediendo, según lo previsible. Pero, mientras sea así, el derecho a la tutela judicial del artículo 24 de la Constitución seguirá teniendo un alto componente mítico.

Deseo a mis amigos lo mejor. Y a todos los que, sin ser amigos ni conocidos, están o estarán en parecidos pasos. Y a todos los ardorosos acusadores, una ducha de agua fría por las mañanas u otras maneras menos duras de apaciguamiento, porque la, indignación no es buena consejera, y mucho menos, cuando es santa.

Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda. de la Universidad de Sevilla,

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