Tribuna:

La cumbre de los pequeños en Amsterdam

A pocos meses de la Conferencia Intergubernamental de Amsterdam para la revisión del Tratado de Maastricht resulta sorprendente la escasa pasión que el debate europeo despierta entre nosotros, sobre todo si lo comparamos con el enorme bullicio que se está generando en algunos países nórdicos. El artículo Lo que le falta a Europa, de Diego López Garrido (EL PAÍS, 13 de febrero de 1997), se lanza a la arena con ideas y propuestas que invitan a la discusión. Bienvenido sea.Es innegable que, pese a hallarse en plena juventud, el proyecto europeísta denota en todas partes síntomas de debilid...

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A pocos meses de la Conferencia Intergubernamental de Amsterdam para la revisión del Tratado de Maastricht resulta sorprendente la escasa pasión que el debate europeo despierta entre nosotros, sobre todo si lo comparamos con el enorme bullicio que se está generando en algunos países nórdicos. El artículo Lo que le falta a Europa, de Diego López Garrido (EL PAÍS, 13 de febrero de 1997), se lanza a la arena con ideas y propuestas que invitan a la discusión. Bienvenido sea.Es innegable que, pese a hallarse en plena juventud, el proyecto europeísta denota en todas partes síntomas de debilidad y una cierta fatiga; es decir, una preocupante falta de la energía indispensable para llevar a buen puerto una etapa políticamente constituyente.

Mucho tiene que ver con ello el hecho de que entre los padres de Europa prevaleciera un proyecto que por razones de oportunidad política se encauzó por la senda pragmática y reductiva de la economía. Y debemos reconocer que la izquierda, con escasas excepciones, no ha liderado el proyecto europeo con la fuerza y autoridad que su tradición internacionalista y de defensa de los intereses sociales le permitía.

Podemos comprender e incluso admitir que los condicionantes geopolíticos aconsejarán durante mucho tiempo extremar la prudencia y reducir las ambiciones del proyecto europeísta. Pero resulta más difícil entender y admitir que siga prevaleciendo la cautela, cuando ya son necesarias políticas más audaces. Y no estamos hablando de apretar el acelerador unificador desde arriba, sino de reforzar aquellas dimensiones que permitan construir una Europa más cercana, más democrática, más sensible a los intereses y preocupaciones de los ciudadanos.

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No es difícil, por ejemplo, detectar la necesidad de configurar unas formas de autoridad más visibles y representativas que favorezcan una mayor identificación con las instituciones comunitarias; un reforzamiento de la información, de la transparencia y de los mecanismos de control democrático; un enfoque decidido de los problemas que más directamente afectan al ciudadano: empleo, infraestructuras, educación, medio ambiente, seguridad, etcétera. Estos y otros son ejemplos de un consenso muy generalizado entre una ciudadanía que al fin y al cabo, y pese a todo, quiere "más Europa", porque sólo a nivel europeo pueden abordarse realmente muchos de los grandes problemas de nuestro tiempo.

Lo que ocurre es que estos ciudadanos que quieren "más Europa" ponen una condición fundamental: que sea "más próxima". La política distante, opaca, o no interesa o da miedo. Mucha gente se siente amenazada ante una burocracia desconocida, aparentemente sin rostro, que asume poderes sobre su quehacer cotidiano, sin que pueda garantizarse el control democrático de la misma.

La construcción de una unión de Estados y naciones no puede optar por la copia, de modelos anteriores. La tradición y la experiencia europea tienen poco que ver, en este aspecto, con los Estados Unidos de América. Europa tampoco puede pretender generalizar miméticamente procesos federativos como los experimentados por algunos de sus Estados miembros. Maastricht se inspiró, en parte, en este modelo, pero con ello se ha agotado la posibilidad de repetir la historia. Los alemanes deben aceptar que Europa no será un clónico de su sistema germánico y los franceses tienen que empezar a digerir que la soberanía nacional de su magnífica revolución debe dar paso a nuevas formas de articulación del poder y de los derechos ciudadanos. A partir de ahora, estos últimos deben admitir una política menos jacobina y profundizar el camino de la descentralización, y los primeros deben empezar a perder la rigidez de su sistema de competencias catalogadas.

Éstos son dos casos entre los 15, y pronto entre bastantes más, que acabarán componiendo el mosaico de la futura Europa. El encaje de todas estas piezas, tan variadas como diversos son sus idiomas, es una empresa de alto riesgo si se enfoca con espíritu jacobino, si se olvida que la subsidiariedad es un principio básico de nuestra Unión.

¿Qué significa la subsidiariedad? En lenguaje comprensible significa proximidad. Muchos se preguntan por qué este principio, que el tratado consagra en su preámbulo, parece un código cifrado para uso de iniciados. Resulta paradójico que una opción tan rupturista respecto al centralismo, que garantiza el respeto a los individuos frente a la distancia del poder, ostente una denominación tan críptica, destinada aparentemente al uso de un club privado de expertos.

Pero es así, y el término "subsidiariedad" está además cargado de resonancias históricas. En todo caso, detrás de este principio se halla, creo yo, la clave de algunas soluciones posibles y urgentes.

Es decir, la credibilidad europea exige hoy un mayor protagonismo de aquellos poderes que el ciudadano reconoce como más próximos: los de las ciudades y regiones. Sin ello, el euroescepticismo galopante está asegurado.

En mayo, poco antes de la Conferencia Intergubernamental que debe decidir sobre la revisión del Tratado de la Unión, Amsterdam será la sede de una concentración inédita. Varios centenares de representantes de las regiones y ciudades europeas, a su máximo nivel, se reunirán para pronunciarse firmemente por un modelo de Europa que no puede concebirse sin la proximidad. Todos ellos y los centenares de miles que como ellos representan de forma muy directa a sus conciudadanos entienden perfectamente que no cabe una Unión hecha solamente desde los despachos de Bruselas o en los consejos de ministros.

Los Estados europeos han engendrado una realidad que ya tiene vida propia, y que ahora reclama de sus progenitores el reconocimiento de nuevas instancias de poder y de soberanía. Los Estados deben reconocer que no tienen la exclusiva en la representación del interés público y deben compartirla con otros Gobiernos. Para empezar, con la Unión Europea, pero también con los gobiernos con g minúscula: regionales y locales.

El espíritu del Tratado de la Unión se orienta decididamente hacia confiar las competencias al nivel más próximo que pueda garantizar la eficacia y la equidad. En cualquier caso, y esto es muy relevante, la carga de la

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prueba recae en el Gobierno superior. Como dice la sentencia de 1990 de la Sala del Tribunal Supremo presidida por don Javier Delgado -actual presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ-, la autonomía local prima sobre la superior si ésta no motiva suficientemente su propia necesidad. Es decir, si no se demuestra lo contrario, la forma óptima de ejercer las competencias es la más cercana. Ésta es una gran novedad respecto a lo que estamos acostumbrados. De ahí que no sea fácil su aceptación y cumplimiento.

El sistema napoleónico tenía muchas ventajas para quienes ostentaban el poder, y muchos en Europa son prisioneros de su fascinación. Costará cambiar, porque son los que disfrutan de sus comodidades quienes deben efectuar renuncias importantes, y esta devolución de poder que se les pide suele ser traumática.

El camino a recorrer todavía es largo, pero la Unión Europea no podrá construirse más que por la vía de la transparencia y de la proximidad, con "lealtad federal" a la alemana, pero proximidad al fin y al cabo. Un camino, pues, largo, sinuoso, pero rico y cargado de posibilidades de participación, identificación y responsabilidad, como todo lo arraigado en lo local.

Pasqual Maragall es alcalde de Barcelona y presidente del Comité de las Regiones de la Unión Europea.

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