Tribuna:

¿Qué hacer con Yeltsin?

¿Qué hacer con Borís Yeltsin? Los rusos no son los únicos que se hacen esta pregunta. Pero los occidentales que desde hace años le han apoyado contra viento y marea están obligados a plantearse la misma pregunta. Este presidente, que cuenta con unos poderes exagerados, no está en condiciones de estabilizar la situación en su inmenso país, porque, al haber tirado demasiado de la cuerda, ni siquiera logra "estabilizar su salud". Él mismo lo dijo, a principios de septiembre, al anunciar que prefería el riesgo de una operación de corazón antes que verse obligado a trabajar media jornada. De vuelta...

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¿Qué hacer con Borís Yeltsin? Los rusos no son los únicos que se hacen esta pregunta. Pero los occidentales que desde hace años le han apoyado contra viento y marea están obligados a plantearse la misma pregunta. Este presidente, que cuenta con unos poderes exagerados, no está en condiciones de estabilizar la situación en su inmenso país, porque, al haber tirado demasiado de la cuerda, ni siquiera logra "estabilizar su salud". Él mismo lo dijo, a principios de septiembre, al anunciar que prefería el riesgo de una operación de corazón antes que verse obligado a trabajar media jornada. De vuelta al Kremlin el 23 de diciembre, seis semanas después de un quíntuple by-pass, dijo estar "dispuesto para el combate", pero bastaba con mirarle para comprender que confundía el deseo con la realidad. Cuando unos días después apareció en televisión junto a un Helmut Kohl rebosante de salud, daba lástima. Además, un breve paseo sobre la nieve con el canciller alemán bastó para que contrajera una pulmonía doble que le ha dejado fuera de juego por bastante tiempo. Mijaíl Gorbachov, en plena forma, se apresuró a hablar de sus recuerdos de Leonid Bréznev y a anunciar que de nuevo Rusia tiene un líder que no se tiene en pie. Los principales dirigentes del Kremlin no replicaron: el primer ministro está de vacaciones, el viceprimer ministro encargado de las finanzas, Livchits, se encuentra hospitalizado, y el jefe de la Administración Presidencial, Chubáis, ha anulado, al parecer, su viaje a Estados Unidos, pero tampoco habla. Sólo se escuchan las voces de la oposición, como la del general Alexandr Lébed y las de otras personalidades que no aspiran, como él, al sillón presidencial.El primero en salir a la palestra fue, en efecto, Ígor Stroev, presidente del Consejo de la Federación (el Senado), muy respetado por su forma imparcial de dirigir la Cámara alta. Antiguo' miembro del Politburó del PCUS y originario de la región roja de Orel, Stroev se ha mostrado muy leal respecto al Kremlin, al menos hasta diciembre pasado. Perdió la paciencia cuando se hizo evidente que, en 1996, la situación económica, en vez de mejorar conforme a las promesas oficiales, se deterioraba de nuevo, e incluso más que el año anterior. Su primera acción sonada estaba dirigida contra el Gobierno de Víktor Chernomirdin, responsable de esta caída sin precedentes en un país del Este. La nueva enfermedad de Yeltsin, este mes, ha incitado a Stroev a retomar esta cuestión desde otra perspectiva: "Es necesario revisar la Constitución desde el punto de vista parlamentario y reequilibrar nuestro sistema de poderes". Pide, por tanto, que el primer ministro y los ministros considerados fuertes (Defensa, Interior, Seguridad) sean nombrados por la Duma y controlados por ella. "El país ya no debe estar gobernado por decreto", añade, y en Rusia, tras la decretomanía de Yeltsin, supondría un cambio "revolucionario". Si las dos cámaras aceptaran las propuestas de Stroev -y, en principio, existe la mayoría necesaria-, sería posible estudiar también otra laguna de la Constitución, de candente actualidad debido a la enfermedad de Yeltsin.

La situación legal en Rusia está clara en caso de fallecimiento del presidente: el primer ministro, en la actualidad Víktor Chernomirdin, debe asumir el cargo provisionalmente y convocar, en el plazo de tres meses, nuevas elecciones presidenciales. Pero, a la vez que proclama que el presidente puede ser revocado si es incapaz de ejercer sus funciones, la Constitución no dice quién debe levantar acta. ¿El propio presidente? Pero esto equivaldría a autorizarle a dimitir, facultad que, por decirlo de algún modo, cae por su propio peso. A lo largo de los años anteriores, durante las ausencias de Yeltsin, la oposición, en la Duma pedía a menudo la creación de una comisión médica independiente que se pronunciara sobre su capacidad para1rabajar. Pero ningún proyecto concreto fue sometido al voto de los diputados. De todas formas, este proyecto no habría sido ratificado por la Cámara alta. Ahora no ocurriría lo mismo. La situación ha cambiado mucho, porque el talante de esta Cámara, y también su composición, no son los mismos. Las recientes elecciones a gobernador -que tienen un escaño en el senado- en 40 regiones de Rusia no han resultado muy favorables para el partido del Kiemlin, que sólo ha conseguido 18 puestos, e incluso algunos de ellos son más lebedianos que yeltsinianos. Además, todos los nuevos gobernadores electos se han comprometido a resolver el doloroso problema del impago de los salarios y de las pensiones, que vuelve insoportable la vida para la población. Es cierto que Borís Yeltsin ya ha firmado un decreto que ordena retribuir regularmente, a partir del 1 de febrero, todos los pagos y liquidar los atrasos antes del 1 de junio. Pero nadie se cree siquiera que entre en vigor. Incluso los medios de comunicación más fieles al Kremlin no ocultan su escepticismo.

Todo esto fomenta este clima de fin de reinado. Por eso, los viejos contenciosos vuelven a salir a la superficie: el alcalde de Moscú, Yuri Lujkov, ha iniciado una guerra contra el tándem Chubáis-Berezovski, acusándoles nada menos que de asfixiar la libertad de expresión en Rusia. No se trata de un exceso verbal, sino del comienzo de un ajuste de cuentas en el seno de la oligarquía en el poder. Chubáis dirigió, entre bastidores, la campaña electoral de Borís Yeltsin, y el banquero Berezovski fue su principal proveedor de fondos. Ambos fueron nombrados, tras la victoria de su candidato, para cargos muy importantes. Luego, en una sorprendente entrevista en The Financial Times, Berezovski no sólo explicó que el presidente tiene con él una "gran deuda moral", sino también que, junto con otros seis banqueros, posee la "mitad de la economía rusa". Como si esto no fuera suficiente, en otra entrevista, en esta ocasión para la televisión de Tel Aviv, Berezovski, Gusinski y otros dos banqueros afirmaron que, como la propiedad soviética era "propiedad de nadie", la habían privatizado con buena conciencia y para su propio beneficio. Resultaba demasiado para hombres que, como Lujkov, en el pasado tildaron la privatización de estos últimos años como la "mayor catástrofe nacional". El exceso de sinceridad -y la arrogancia- de Berezovski y de sus compinches ha proporcionado argumentos al ambicioso alcalde de Moscú, que quiere eliminar a los banqueros-magnates de los medios de comunicación (Berezovski y Gusinski) de las cadenas de televisión bajo su control (y que suponen el 80% de la audiencia en Rusia). Pero lo que está en juego en esta batalla es aún más importante: lo que está en cuestión es todo el reparto de las propiedades públicas, realizado bajo el auspicio de Yeltsin y de su protegido Chubáis.

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Resulta significativo que la oposición comunista evite tratar este problema para que no se le acuse de querer restablecer el antiguo régimen. El general Lébed, por su parte, condena a los "ladrones", y es evidente que aquellos que consideran las propiedades públicas como "propiedad de nadie" entran, según su punto de vista, dentro de esta categoría. Pero no lo dice explícitamente. Lujkov tiene mayor facilidad para hablar de ello porque él mismo forma parte de esta oligarquía y conoce los excesos y los riesgos que se derivan de ella. Es lo suficientemente ambivalente como para ser aceptado por quienes quieren limitar drásticamente las prerrogativas de Yeltsin y por los que todavía defienden la política de un presidente con frecuentes desapariciones.

Sea lo que sea, en Moscú se apuesta mucho por el tándem Lébed-Lujkov. Lo ideal, puede leerse aquí y allá, sería Lébed en el Kremlin y Lujkov como primer ministro. Pero, a la espera de este desenlace idílico, se olvida que, en caso de elecciones anticipadas, estos dos hombres se enfrentarían. Y además, a fuerza de hablar de, unas elecciones que tal vez no estén a la vuelta de la esquina, se olvidan los "problemas fastidiosos" de la vida cotidiana (el impago de los salarios, la energía, que aquí cuesta dos veces más cara que en Estados Unidos, o los prisioneros rusos en Chechenia).

En Moscú se observan con extrañeza las manifestaciones callejeras de Belgrado y Sofía. "Nuestros hermanos eslavos tienen más valor y más tiempo que nosotros", se comenta con cierta ironía. Pero cuando un manifestante búlgaro explica, en la cadena NTV, que resulta intolerable que una minoría de ricos prospere a costa de la miseria de todos, a un ruso no le cuesta nada identificarse con él. Más allá de los contenidos, el método de presión sobre el poder es lo que podría, a pesar de todo, ser contagioso.K. S. Karol es experto francés en cuestiones de Europa del Este.

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