Tribuna:

Diálogos opacos

Dice Borges que "unos quinientos años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor cosa que registra la historia universal: el descubrimiento del diálogo. La fe, las certidumbres, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, los tabúes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban al orbe; algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar". Esta frase, que saco de un diccionario de citas que acabo de recibir como regalo navideño, me inunda de melancolía.La cita acaba: "Sin esos pocos griegos conversadores, la c...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Dice Borges que "unos quinientos años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor cosa que registra la historia universal: el descubrimiento del diálogo. La fe, las certidumbres, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, los tabúes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban al orbe; algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar". Esta frase, que saco de un diccionario de citas que acabo de recibir como regalo navideño, me inunda de melancolía.La cita acaba: "Sin esos pocos griegos conversadores, la cultura occidental es inconcebible". Han pasado veinticinco siglos, y nos encontramos, parece, en el núcleo duro de esa civilización occidental, a pesar de los pesares; pero el diálogo es cosa de unos pocos; el ruido público está ocupado por palabras y palabras, habladas y escritas, muy alejadas del diálogo.

En especial, el intercambio verbal en el orden político; no sólo el de los políticos, sino el de la mayoría de la gente que trata de política, gente que antaño era de pluma, y ahora también y, sobre todo, de micrófono. Las cosas que se oyen por esas emisoras. En lo escrito suele haber más mesura, aunque existen los profesionales de la invectiva y el antidiálogo; pero la radio es ya el colmo de la palabra no dialogante, es decir, no razonadora; porque si el diálogo tiene una virtud civilizada y civilizadora es en cuanto resulta vehículo de la razón, de las ideas, y no tanto lenguaje de la pasión, ni menos de la baja pasión; intercambio de palabras no es necesariamente diálogo; y no sólo porque puede ser una sucesión de soliloquios, en los que nada cuentan las razones del interlocutor, sino porque puede ser medio de agresión o defensa numantina, que es lo que habitualmente, aunque no sé si mayoritariamente, se oye.

Esta forma de expresarse, en esencia antidialogante, aunque se produzca en el marco aparencial de un diálogo, suele alcanzar su percepción en políticos profesionales y sus esbirros declarados. En el político al uso es la consecuencia de la adscripción partidista, de cuya sustancia se nutre y vive, y a la que, a su vez, tiene que alimentar. Eso que se llama disciplina de partido no alcanza sólo al voto parlamentario o municipal, sino que implica que la mente debe ser ahormada por la sustancia del partido de modo que el lenguaje emitido responda más a la consigna monódica que a la armonía del contrapunto y la fuga.

En una de las tertulias que con tanta generosidad nos sirven nuestras emisoras (en una de las cuales yo participo), los viernes el diálogo está reservado a políticos profesionales, que actúan bajo el manto y el peso de las respectivas siglas partidarias; son personas inteligentes, avezadas, hábiles; pero lo que dicen para el público resulta mucho más previsible que el tiempo atmosférico; también en otras tertulias intervienen políticos profesos: el resultado es, por lo que a ellos toca, el mismo; lo único que cabe esperar. con interés es el equilibrio que, en su caso, tendrán que hacer para mantener lo indefendible, que coincida con la línea de su tribu política. Es difícil encontrar un diálogo aparente menos personal; son los partidos los que hablan, y dicen lo que ya se sabe que han dicho o van a decir. Y se trata de personas, repito, inteligentes y de rico pensamiento, riqueza celosamente ocultada a los oídos del oyente u ojos del lector. En esas "tenidas" no cabe la sorpresa, digamos intelectual. Eso es el diálogo político habitual: la monocorde, sistemática, afirmación de los opuestos, sin cesión mental alguna a las posiciones del contrario; que así se llama por definición: contrario.

Los demás que intervienen en estas lides suelen estar, también a veces, bien dotados de cerrilismo dogmático (o relativismo posmoderno, quien sabe), pero no todos son así, y aún en los primeros cabe esperar que den la sorpresa de la opinión inesperada, como si de verdad no se tratara de versiones clónicas del perro de Pavlov.

Veinticinco siglos desde que aquellos griegos inventaran la conversación, y la aspiración a un intercambio político que sea, de verdad, conversación razonada es una utopía tan alejada cómo en cualquier época anterior. Menos mal que no todo es política; que no todo, por tanto, es el reino del prejuicio que atenaza.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En