Tribuna:

Alergias de viajeros

Si uno no vive atormentado por las prisas, el autobús es el medio de transporte más instructivo que existe. A primera vista, se diría de él un elefante mecánico, un artefacto sin cintura, tipo Ronald Koeman, pero la idea va perdiendo fuerza según se penetra en sus secretos. En Madrid circulan a centenares, y por cierto que se hacen notar.A diferencia de lo que ocurre en el Metro -donde todo el mundo siempre parece a punto de dispersarse-, en los autobuses suele reinar un ambiente relajado y monacal, parecido al que pudiera darse en un ambulatorio de la Seguridad Social. Por alguna razón, la ge...

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Si uno no vive atormentado por las prisas, el autobús es el medio de transporte más instructivo que existe. A primera vista, se diría de él un elefante mecánico, un artefacto sin cintura, tipo Ronald Koeman, pero la idea va perdiendo fuerza según se penetra en sus secretos. En Madrid circulan a centenares, y por cierto que se hacen notar.A diferencia de lo que ocurre en el Metro -donde todo el mundo siempre parece a punto de dispersarse-, en los autobuses suele reinar un ambiente relajado y monacal, parecido al que pudiera darse en un ambulatorio de la Seguridad Social. Por alguna razón, la gente se desenvuelve en voz baja, sin perder la compostura, y es curiosa su tendencia a situarse en los mismos sitios. Ocasionalmente, puede apreciarse un saludo entre viajeros, pero lo habitual es que no se establezcan lazos permanentes.

Muchos son los usuarios que recurren a este medio de transporte y tres los grandes grupos en que cabría dividirlos: profesionales, episódicos y principiantes. El clan más numeroso lo componen los profesionales: soltura al subir por la escalerilla, ni un titubeo a la hora de fichar con el bonobús y una ubicación limpia e inmediata son sus rasgos más típicos. Los más formados, incluso, eligen asiento apoyándose en la edad del vehículo, la luz ambiental o la propia pericia del conductor, a quien ya conocen de trayectos anteriores.

El segundo grupo de viajeros está compuesto por personas que acusan cierta bisoñez, aunque no tanta como para pagar en efectivo. Suben bastante bien y atacan el cajetín del bonobús con decisión, pero la mitad de las veces no aciertan a introducir correctamente el cartoncito por la ranura. "Al revés...", murmura entonces el conductor, entre cansino y resignado. Por lo demás, estos usuarios aprenden bastante rápido.

Los principiantes, en cambio, sí son capaces de provocar trastornos de importancia. Todo empieza con un dolorosísirno "¿cuánto es?", o todavía peor: "¿Qué se debe?", preludio a su vez de un tedioso ceremonial alrededor del monedero. No es habitual que ocurra, pero si la fatalidad permite que dos elementos de- este grupo se junten en una misma parada, el tapón en la escalerilla puede adquirir dimensiones catastróficas. No hay nada personal contra ellos, vaya esto por delante, pero lo cierto es que su presencia siempre es recibida con aprensión entre los demás víajeros.

Aunque no acaban aquí los problemas para los novatos. Salvadas las primeras contingencias, ya de cara al interior, algunos creen que el resto es coser y cantar; y nada más peligroso que la confianza en uno de estos recintos móviles. Un error muy común, por ejemplo, consiste en avanzar por el pasillo coincidiendo con el arranque del autobús. De hecho, no es extraño ver cómo un individuo empieza de repente a dar trompicones y a rebotar de asiento en asiento hasta alcanzar la plataforma central del vehículo, un espacio, por cierto, que también esconde trampas mortales.

Aparentemente, es una área de descanso, pero su estabilidad es mínima y la propia amplitud de lugar significa una trampa para el recién llegado. En caso de giro o frenazo brusco, uno puede salir despedido y partirse los dientes contra el suelo, lo que sería imposible en cualquier otro punto del vehículo.

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No suele darse a menudo, pero si el que entra es un vagabundo, el autobús se convierte entonces en un hormiguero. Se agitan los asientos, empiezan a quedar huecos sorprendentes y algunos clientes fijos, incluso, deciden apearse una o dos paradas antes. Por amor al paseo, será. Hasta los novatos de la plataforma central reaccionan y se arriesgan a profundizar por el pasillo. Y en esto, hay que admitirlo así, la gente del autobús no se diferencia mucho de la plebe que viaja en metro. Todos a una se encogen. Todos se rascan si les roza el hombre del macuto. Alergias de viajeros.

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