Tribuna:

Misterioso

Camuflado entre María de Molina, Serrano, Pedro de Valdivia, Velázquez y López de Hoyos, ocupando una noble manzana trapezoidal, existe un lugar misterioso que siempre ha desbocado mi imaginación. Y se dirá más de uno: ¿qué me importa a mí tu imaginación? Ya, pero es que hoy me he levantado un poco ególatra y quisiera darme cuartelillo. Insistiendo, pues en mi persona, confesaré que no soy del todo fiable calculando a ojo, pero que me aspen si el referido lugar misterioso no mide por lo menos cuatro hectáreas. Tres; y no bajo ni un metro cuadrado. En teoría, aquello podría llamarse un solar, u...

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Camuflado entre María de Molina, Serrano, Pedro de Valdivia, Velázquez y López de Hoyos, ocupando una noble manzana trapezoidal, existe un lugar misterioso que siempre ha desbocado mi imaginación. Y se dirá más de uno: ¿qué me importa a mí tu imaginación? Ya, pero es que hoy me he levantado un poco ególatra y quisiera darme cuartelillo. Insistiendo, pues en mi persona, confesaré que no soy del todo fiable calculando a ojo, pero que me aspen si el referido lugar misterioso no mide por lo menos cuatro hectáreas. Tres; y no bajo ni un metro cuadrado. En teoría, aquello podría llamarse un solar, una parcela o una finca urbana, aunque estas palabras no harían justicia a la verdad. Es un espacio situado en pleno estómago de Madrid mágico, silencioso, resguardado por un interminable muro de piedra, y de su interior sobresalen grupitos de árboles en perfecto estado de revista y salud. En confidencia: tengo motivos para sospechar que este sitio oculta estanques, bosques, dragones, lagos, jardines, pabellones de caza, senderos, grutas, mares y planetas. Cualquier cosa. Hasta una mutación que incidiera sobre el tiempo y el espacio y que nos permitiera ver al gran Gatsby ofreciendo un cóctel a los amiguetes. Todo allí tendría un sitio; incluidas mis excursiones de verano a la fuente de la Tía Perra, en las montañas de Cuenca.Otra vez la infancia. Y llegado a este punto, siempre me pregunto por qué de niños echábamos el aliento a los aviones de papel antes de echarlos a volar. 0 por qué nos gustaba el olor a fósforo o dar patadas a cualquier bulto no vivo que se nos pusiera a tiro en la acera. Así, lector silencioso, cambio yo de tema, y así éramos los pillastres a mediados de los sesenta, una época con muy mala fama entre la generación de los chips. Pero prosigo: por entonces, hace treinta años, tener un amigo en cuya casa se pudiera jugar al fútbol o a las tinieblas constituía un artículo de lujo. Sabido es, aunque no sea cierto, que en tiempos de Franco los inviernos madrileños eran más rigurosos y que el frío y la lluvia tenían más carácter. El caso es que no frecuentábamos tanto la calle y que en casa siempre nos prohibían los juegos más divertidos: suelos rayados, desconchones en las paredes, lámparas al garete y estropicios parejos tenían la culpa del veto. Y poco se podía hacer, por supuesto, ya que a los ocho o nueve años no existe nada tan sobrecogedor como los padres de un camarada regañándole a uno.

Una obviedad. Un reflejo de la vida: manda el que puede, y así están las cosas. Como ocurre desde siempre. Y en referencia a razonamientos triviales, recuerdo que, hace unos meses, los arquitectos se reunieron y debatieron en asamblea acerca del cemento: nos hablaron de edificaciones "más humanas", de la necesidad de fomentar las zonas ajardinadas, de trazos que armonizaran con el espíritu de los ciudadanos, del espacio, del ambiente. Perogrullo al aparato, en suma, porque todos, por instinto, estamos al tanto de esos detalles. Todos sabemos que la intimidad cuesta dinero, que un jardín cuesta dinero, que un buen suelo de madera custa dinero, que unas tuberías recias cuestan dinero; y puestos a pedir, que hasta la sombrilla de nuestra piscina particular cuesta dinero.

Y vuelvo al principio: a mi espacio trapezoidal. Un lugar que probablemente cumpla todas estas condiciones de lujo y placer. Ahí: en medio de la ciudad, pero aislado en el campo. Con aparcamiento, con recogida de basura, con un VIPS muy cerca para pillar el periódico de madrugada. Una locura.

Sin duda, los vecinos del barrio han de saber qué es aquello: si una embajada, si una residencia del Opus, si la última morada de Stavros Niarchos. En cualquier caso, yo nunca he querido indagar: siempre paso de largo y disimulo mis sentimientos mirando a las chicas guapas. Y es que no quiero perder la oportunidad de seguir imaginando cosas. Por ejemplo: que el trapecio misterioso es una base secreta de extraterrestres. De los inteligentes, de los buenos, de esos que captan mentes sublimes para mejorar el cosmos. Y que me buscan a mí, claro, para ficharme.

Ególatra, dije al empezar, y no: insoportable o grimoso es más exacto. Un verdadero castigo para quienes hoy deban tratar conmigo. Que no les pase nada.

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