Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

Dinosaurios en tiempos difíciles

Mi vocación nació con la idea de que el trabajo literario es una responsabilidad que no se agota en lo artístico y está ligada a una preocupación moral y una acción cívica. Ella ha animado hasta ahora todo lo que he escrito y, por lo mismo, va haciendo de mí, en estos tiempos de la virtual reality, un dinosaurio con pantalones y corbata, rodeado de computadoras. Ya sé que las estadísticas están de mi lado, que nunca se han publicado y vendido tantos libros como ahora y que, si el asunto pudiera confinarse en el terreno de los números, no habría nada que temer. El problema surge cuando, ...

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Mi vocación nació con la idea de que el trabajo literario es una responsabilidad que no se agota en lo artístico y está ligada a una preocupación moral y una acción cívica. Ella ha animado hasta ahora todo lo que he escrito y, por lo mismo, va haciendo de mí, en estos tiempos de la virtual reality, un dinosaurio con pantalones y corbata, rodeado de computadoras. Ya sé que las estadísticas están de mi lado, que nunca se han publicado y vendido tantos libros como ahora y que, si el asunto pudiera confinarse en el terreno de los números, no habría nada que temer. El problema surge cuando, no satisfechos con las confortables encuestas sobre ventas de libros, que parecen garantizar la perennidad de la literatura, espiamos detrás de las vestiduras numéricas.Lo que allí aparece es deprimente. En nuestros días se escriben y publican muchos libros, pero nadie a mi alrededor -o, casi nadie, para no discriminar a los pobres dinosaurios- cree ya que la literatura sirva de gran cosa, salvo para no aburrirse demasiado en el autobús o en el metro, y para que, adaptadas al cine y a la televisión, las ficciones literarias -si son de marcianos, horror, vampirismo o crímenes sadomasoquistas, mejor- se vuelvan televisivas o cinematográficas. Para sobrevivir, la literatura se ha vuelto light, noción que es un error traducir por ligera, pues, en verdad, quiere decir irresponsable, y, a menudo, idiota. Por eso, distinguidos críticos, como George Steiner, creen que la literatura ya ha muerto, y excelentes novelistas, como V. S. Naipaul, proclaman que no volverán a escribir una novela pues el género novelesco les da ahora asco.

Si se trata sólo de entretener, de hacer pasar al ser humano un rato agradable, sumido en la irrealidad, emancipado de la sordidez cotidiana, el infierno doméstico o la angustia económica, en una relajada indolencia espiritual, las ficciones de la literatura no pueden competir con las que suministran las pantallas, grandes o chicas. Las ilusiones fraguadas con la palabra exigen una activa participación del lector, un esfuerzo de imaginación y, a veces, tratándose de literatura moderna, complicadas operaciones de memoria, asociación y creación, algo de lo que las imágenes del cine y la televisión dispensan a los espectadores. Y éstos, a causa de ello, se vuelven cada día más perezosos, más alérgicos a un entretenimiento que los exija intelectualmente.

Digo esto sin el menor ánimo beligerante contra los medios audiovisuales y desde mi confesable condición de adicto al cine -veo dos o tres películas por semana-, que también disfruta con un buen programa de televisión (esa rareza). Pero, por eso mismo, con el conocimiento de causa necesario para afirmar que todas las buenas películas que he visto y que me divirtieron tanto, no me ayudaron a entender el laberinto de la psicología humana como las novelas de Dostoievski, o los mecanismos de la vida social como las de Tolstoi y Balzac, o los abismos y las cimas que pueden coexistir en el ser humano como me lo enseñaron las sagas literarias de un Thomas Mann, un Faulkner, un Kafka, un Joyce o un Proust.

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Las ficciones de las pantallas son intensas por su inmediatez y efímeras por sus resultados; nos apresan y nos excarcelan casi de inmediato; de las literarias, somos prisioneros de por vida. Decir que los libros de aquellos autores entretienen, sería injuriarlos, porque, aunque es imposible no leerlos en estado de trance, lo importante de las buenas lecturas es siempre posterior a la lectura, un efecto que deflagra en la memoria y en el tiempo. Está ocurriendo todavía en mí, porque, sin ellas, para bien o para mal, no sería como soy, ni creería en lo que creo, ni tendría las dudas y las certezas que me hacen vivir. Esos libros me modelaron, me cambiaron, me hicieron. Y aún me siguen cambiando y haciendo, incesantemente, al ritmo de una vida con la que voy cotejándolos. En ellos aprendí que el mundo está mal hecho y que estará siempre mal hecho -lo que no significa que no debamos hacer lo posible para que no sea todavía peor de lo que es-, que somos inferiores a lo que vivimos en la ficción, y que hay una condición que compartimos, en la comedia humana de la que somos actores, que, en nuestra diversidad de culturas, razas y creencias, hace de nosotros iguales y debería hacer, también, solidarios. Que no sea así, que a pesar de compartir tantas cosas con nuestros semejantes, todavía proliferen los prejuicios raciales, religiosos, la aberración de los nacionalismos, la intolerancia y el terrorismo, es algo que puedo entender mucho mejor gracias a aquellos libros que me tuvieron en ascuas mientras los leía, porque nada azuza mejor nuestro olfato ni nos hace tan sensibles para detectar las raíces de la crueldad y la violencia que puede desencadenar el ser humano, como la buena literatura.

Por dos razones, me parece posible afirmar que, si la literatura no sigue asumiendo esta función en el presente como lo hizo en el pasado -renunciando a ser light, volviendo a 'comprometerse', tratando de abrir los ojos de la gente, a través de la fantasía y la palabra, sobre la realidad en torno- será más difícil contener la erupción de guerras, matanzas, genocidios, enfrentamientos étnicos, luchas religiosas, desplazamientos de refugiados y acciones terroristas que amenaza con proliferar, haciendo trizas las ilusiones de un mundo pacífico, conviviendo en democracia, que la caída del muro de Berlín hizo concebir. No ha sido así. El descalabro. de la utopía colectivista significó un paso adelante, desde luego, pero no ha traído ese consenso universal sobre la vida en democracia que vislumbró Francis Fukuyama; más bien, una confusión de la realidad histórica para entender la cual no sería inútil recurrir a los dédalos literarios que ideó Faulkner para referir la saga de Yoknapatawpha o Hermann Hesse el juego de abalorios. Pues la historia se nos ha vuelto tan desconcertante y escurridiza como un cuento fantástico de Jorge Luis Borges.

La primera, es la urgencia de una movilización de las conciencias que exija acciones resueltas de los gobiernos democráticos en favor de la paz, donde ésta se quiebre y amenace con provocar cataclismos, como en Bosnia, Chechenia, Afganistán, el Líbano, Somalia, Ruanda, Liberia y tantos otros lugares en los que, ahora mismo, se tortura, mata o renueva los arsenales para futuras matanzas. La parálisis con que la Unión Europea asistió a la tragedia de los Balcanes -doscientos mil muertos y operaciones de limpieza étnica que acaban de ser legitimadas en las recientes elecciones que confirmaron en el poder a los partidos más nacionalistas- es una prueba dramática de la necesidad de despertar esas conciencias aletargadas, sumidas en la complacencia o la indiferencia, y sacar a las sociedades democráticas del marasmo cívico, que ha sido, para ellas, una de las inesperadas consecuencias del desplome del comunismo. Los escritores pueden contribuir a esta tarea, como lo hicieron, tantas veces, cuando creían que la literatura no sólo servía para entretener, también para preocupar, alarmar e inducir a actuar por una buena causa. La supervivencia de la especie y de la cultura son una buena causa. Abrir los ojos, contagiar la indignación por la injusticia y el crimen, y el entusiasmo por ciertos ideales, probar que hay sitio para la esperanza en las circunstancias más difíciles, es algo que la literatura ha sabido hacer, aunque, a veces, haya equivocado sus blancos, y defendido lo indefendible.

La segunda razón, es que la palabra escrita tiene, hoy, cuando muchos piensan que las imágenes y las pantallas la van volviendo obsoleta, posibilidades de calar más hondo en el análisis de los problemas, de llegar más lejos en la descripción de la realidad social, política y moral, y, en una palabra, de decir la verdad, que los medios audiovisuales. Estos se hallan condenados a pasar sobre la superficie de las cosas Y mucho más mediatizados que los libros en lo que concierne a la libertad de expresión y de creación. Ésta me parece una realidad lamentable, pero incontrovertible: las imágenes de las pantallas divierten más, entretienen mejor, pero son siempre parcas, a menudo insuficientes y muchas veces ineptas para decir, en el complejo ámbito de la experiencia individual e histórica, aquello que se exige en los tribunales a los testigos: "la verdad y toda la verdad". Y su capacidad crítica es por ello muy escasa.

Quiero detenerme un momento sobre esto, que puede parecer un contrasentido. El avance de la tecnología de las comunicaciones ha volatilizado las fronteras e instalado la aldea global, donde todos somos, por fin, contemporáneos de la actualidad, seres intercomunicados. Debemos felicitarnos por ello, desde luego. Las posibilidades de la información, de saber lo que pasa, de vivirlo en imágenes, de estar en medio de la noticia, gracias a la revolución audiovisual ha ido más lejos de lo que pudieron sospechar los grandes anticipadores del futuro, un Jules Verne o un H. G. Wells. Y, sin embargo, aunque muy informados, estamos más desconectados y distanciados que antes de lo que ocurre en el mundo. No 'distanciados' a la manera en que Bertold Brecht quería que lo estuviera el espectador: para educar su razón y hacerlo tomar conciencia moral y política, para que supiera diferenciar lo que veía en el escenario de lo que sucede en la calle. No. La fantástica acuidad y versatilidad con que la información nos traslada hoy a los escenarios de la acción en los cinco continentes, ha conseguido convertir al televidente en un mero espectador, y, al mundo, en un vasto teatro, o, mejor, en una película, en un reality show enormemente entretenido, sin duda, donde a veces nos invaden los marcianos, se revelan las intimidades picantes de las personas, y, a veces, se descubren las tumbas colectivas de los bosnio s sacrificados de Srebrenica, los mutilados de la guerra de Afganistán, caen cohetes sobre Bagdad o lucen sus esqueletos y sus ojos agónicos los niños de Ruanda. La información audiovisual, fugaz, transeúnte, llamativa, superficial, nos hace ver la historia como ficción, distanciándonos de ella mediante el ocultamiento de las causas, engranajes, contextos y desarrollos de esos sucesos que nos presenta de modo tan vívido. Esa es una manera de hacernos sentir tan impotentes para cambiar lo que desfila ante nuestros, ojos en la pantalla, como cuando vemos una película. Ella nos condena a esa pasiva receptividad, atonía moral y anomia psicológica, en que suelen ponernos las ficciones o los programas de consumo masivo cuyo único propósito es entretener.

Es un estado perfectamente lícito, desde luego, y que tiene sus encantos: a todos nos gusta evadirnos de la realidad objetiva en brazos de la fantasía; ésa ha sido, también, desde el principio, una de las funciones de la literatura. Pero, irrealizar el presente, mudar en ficción la historia real, desmoviliza al ciudadano, lo hace sentirse eximido de responsabilidad cívica, creer que está fuera de su alcance, intervenir en una historia cuyo guión se halla ya escrito, interpretado y filmado de modo irreversible. Por este camino, podemos deslizarnos hacia un mundo sin ciudadanos, de espectadores, un mundo que, aunque tenga las formas democráticas, habrá llegado a ser aquella sociedad letárgica, de hombres y mujeres resignados, que aspiran a implantar las dictaduras.

Además de convertir la información en ficción en razón de la naturaleza de su lenguaje y de las limitaciones de tiempo de que dispone, el margen de libertad de que disfruta la creación audiovisual está constreñido por el altísimo costo de su producción. Ésta es una realidad no premeditada, pero determinante, pues gravita como una coacción sobre el realizador a la hora de elegir un tema y concebir la manera de narrarlo. La búsqueda del éxito inmediato no es en su caso una coquetería, una ambición: es el requisito sin el cual no puede hacer (o volver a hacer) una película. Pero, el tenaz conformismo que suele ser la norma del producto audiovisual típico, no s debe sólo a esta necesidad de conquistar un gran público apuntando a lo más bajo, par recuperar los elevados presupuestos; también, a que, por tratarse de géneros de masas con repercusión inmediata de vastos sectores, la televisión y luego, el cine, son los medio más controlados por los poderes, aun en los países más abiertos. No explícitamente censurados, aunque, en algunos casos, sí; más bien, vigila dos, aconsejados, disuadidos mediante leyes, reglamentos presiones políticas y económicas, de abordar los temas más conflictivos o de abordar cualquier tema de modo conflictivo. En otras palabras, inducidos a ser exclusivamente entretenidos.

Este contexto ha generado para la palabra escrita y su principal exponente, la literatura, una situación de privilegio. La oportunidad, casi diría la obligación, ya que ella sí lo puede, de ser problemática, 'peligrosa', como creen que lo es lo dictadores y los fanáticos, agitadora de conciencias, inconforme, preocupante, crítica empeñada, según el refrán español, en buscarle tres pies al gato a sabiendas de que tiene cuatro. Hay un vacío que llenar y lo medios audiovisuales no está en condiciones ni permitidos de hacerlo a cabalidad. Ese trabajo debe hacerse, si no queremos que el más preciado bien de que gozamos -las minorías que gozamos de él-, la cultura de la libertad, la democracia política no se deteriore y sucumba, por dimisión de sus beneficiarios.

Copyright. Mario Vargas Llosa, 1996. Copyright. Derechos mundiales de prensa e todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1996.

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