Tribuna:

Personajes en la sombra

Quizá sea la miseria, por su misma naturaleza, la condición más humillante de este mundo. Se puede llegar a ella de distintas maneras: al azar, por deudas de juego, por desamor, por un despiste o por alergia al trabajo; pero sea cual sea el camino empleado, una vez abierta la espita, el recorrido anterior se esfuma y deja de contar.Como ocurre en todos los oficios, los pobres tienen también su mundillo, sus jerarquías, sus horarios, sus zonas francas y un sinfín de guiños propios que integran un solo organismo. Pero las células son muchas, y su aislamiento absoluto, lo que les resta capacidad ...

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Quizá sea la miseria, por su misma naturaleza, la condición más humillante de este mundo. Se puede llegar a ella de distintas maneras: al azar, por deudas de juego, por desamor, por un despiste o por alergia al trabajo; pero sea cual sea el camino empleado, una vez abierta la espita, el recorrido anterior se esfuma y deja de contar.Como ocurre en todos los oficios, los pobres tienen también su mundillo, sus jerarquías, sus horarios, sus zonas francas y un sinfín de guiños propios que integran un solo organismo. Pero las células son muchas, y su aislamiento absoluto, lo que les resta capacidad de maniobra. Formalmente hablando, y sin incluir a quienes se dedican de modo colateral al trueque -cartoneros, vendedores de pañuelos, limpiaparabrisas, técnicos de contenedor, poetas, titiriteros y demás-, los pobres de ciudad viven de dos modos: del aire o de pedir. Los primeros son más auténticos. Llevan, por definición, su casa a cuestas (los más acomodados, incluso, palangana y colchón), rechazan los albergues y siempre marchan solos. Carecen de instinto gremial; son pocos, aparatosos, sucios, con abrigo, con macuto, con agujeros en las botas y nunca atienden al transeúnte, poniendo así en duda de qué lado están las carencias.

Pero es en el otro grupo donde en verdad bajan las aguas turbias. Se trata de pedir, sin ofrecer contrapartidas, y no debe resultar fácil manejarse en tales circunstancias. Hay pobres, pertenecientes a la vieja escuela, que piden, simplemente, estando allí: un platillo, un cartel sobre la acera y un cuerpo sentado o arrodillado que ve pasar a los demás. Es la variante más leve del ramo. Porque a medida que entra en juego el abordaje al cliente, la cosa se enrarece todavía más. Hace unos años se puso de moda un sistema bastante burdo y desagradable que rozaba la amenaza: "Ejem..., señora: no me gusta pedir, pero tengo que hacerlo para no cometer una barbaridad...", o bien, "es que he salido esta mañana de la cárcel y no tengo para la pensión..."; todo ello con la mandíbula tensa, la mirada de granito y un alarmante movimiento en los bolsillos. En buena lógica, el sistema no cuajó entre los ciudadanos, quizá porque el miedo y la pena nunca se dan de verdad la mano, como tampoco parece haber tenido éxito la llamada modalidad del "plañidero", surgida en algunos medios de. transporte, y más particularmente, en el metro. De pronto, un sujeto aparecía en el vagón, mostraba en alto una fotografía y empezaba a relatar una historia terrible: "Señores... somos 11 de familia y la niña pequeña necesita medicinas para los ojos... la mujer la tengo enferma y el chico mayor no puede andar... Por Dios se lo pido...". Al mismo tiempo, el hombre iba recorriendo el vagón despacio, incómodo, entre unos viajeros que nunca le miraban a la cara, que se apartaban con cautela a su paso y que de repente, muy concentrados en el periódico, parecían mostrar gran vocación hacia los nuevos tipos de interés acordados el día anterior por el Bundesbank, el Bunkerbank, el Buchebank o como quiera que se llame ese tenderete de prestamistas.

Pero existe en este mundo una rama que por derecho merece especial atención: los pobres de iglesia. Son unos personajes tristísimos, a medio camino entre la austeridad y el desencanto, y por alguna razón no gustan a sus compañeros de profesión. Van aseados, visten con dignidad y entre sus rasgos más comunes destacan las coderas, la chaquetilla raída, las rodilleras y una leve barba de tres días que les vuelve gris la tez.

Conocen los horarios litúrgicos y guardan cierta etiqueta a la hora de trabajar: son respetuosos, educados, sumisos, parcos en gestos cuando agradecen una limosna y apenas evidencian disputas en público. En días lluviosos, parecen más vulnerables. Como si el frío y la humedad les abriera los ojos. Pisan dos territorios al tiempo, y en ninguno les reciben bien. Son, tal vez, los más sufrientes de todos; los pobres más profundos, porque están en ninguna parte y, claro está, de ahí no pueden salir. Como sucede con el limbo: un lugar transido, mortecino, muy poco de fiar y, en verdad, peor que el mismo infierno.

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