Tribuna:

La escapada

Vivir en Madrid es un continuo desvivir, un cotidiano desvivirse, para una legión de madrileños que transitan por la urbe encadenados a las horas punta, hoy lo son casi todas las diurnas, desplazándose a su lugar de encierro laboral, hacinados en los transportes públicos o enclaustrados en sus celdas presuntamente automóviles, cajas blindadas que avanzan a trompicones en las cintas transportadoras de las autopistas y son almacenadas en sombríos subterráneos o depositadas de cualquier manera al borde de las aceras. Para estos ciudadanos, que rara vez pisan el asfalto de la urbe en la que trabaj...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Vivir en Madrid es un continuo desvivir, un cotidiano desvivirse, para una legión de madrileños que transitan por la urbe encadenados a las horas punta, hoy lo son casi todas las diurnas, desplazándose a su lugar de encierro laboral, hacinados en los transportes públicos o enclaustrados en sus celdas presuntamente automóviles, cajas blindadas que avanzan a trompicones en las cintas transportadoras de las autopistas y son almacenadas en sombríos subterráneos o depositadas de cualquier manera al borde de las aceras. Para estos ciudadanos, que rara vez pisan el asfalto de la urbe en la que trabajan todos los días, Madrid es un monstruo, un depredador insaciable que absorbe sus energías, les chupa el jugo y les devuelve como envases vacíos al fin de cada jornada a sus habitáculos-dormitorios para que repongan fuerzas.Cada uno habla de la ciudad según le va en ella y no hay más que escuchar a un taxista, recién retornado de sus vacaciones y reintegrado al sempiterno caos circulatorio, para acumular una copiosa y variada lista de maldiciones y juramentos, agravios y exabruptos, dedicados a la inhóspita urbe en general y a los funcionarios del Ayuntamiento, desde el primer edil al último recluta de la Policía Municipal, en particular. Dialogar con estos forzados urbanos y tratar de hacerles ver que la ciudad de sus desvelos y de sus achaques tiene otra cara más amable, un perfil menos agresivo, es ardua tarea condenada al fracaso. Madrid sólo desvela su rostro humano, sólo canta su canción a los que con ella van, a los que la transitan sin prisas y sin metas, a los que se dejan llevar por el azar y el capricho y pierden sus pasos en el laberinto urbano descartando la línea recta precisamente por ser el camino más corto hacia su destino.

Para ganar Madrid, hay que perder el tiempo, ignorar los relojes, vulnerar los horarios. Madrid, ciudad anárquica y sentimental, revela generosa sus encantos, sobre todo a los escolares que hacen novillos y a los absentistas laborales que una mañana deciden sin coartada previa saltarse la rutina y rastrear la huella de su infancia transgresora. La ciudad se descubre al que callejea sin rumbo, al que se extravía abordando travesías que no se abordan nunca porque nos desvían del itinerario trazado. Para desentrañarla o recuperarla hay que recalar en plazuelas anónimas, repostar en tabernas desconocidas que al cabo de unos minutos se vuelven familiares, mirar escaparates inéditos, hacer pequeñas compras en pequeños comercios de barrio, aguzar el oído en las conversaciones públicas y ajenas y aprovechar la mínima ocasión para pegar la hebra en corrillos y tertulias, sentarse al sol con los jubilados y las mamás en un banco del parque y escuchar sus confidencias, confraternizar con camareros, convidar a una ronda a los parroquianos y dejarse convidar a una o a las que hagan falta para seguir la costumbre.

Para descubrir el otro rostro de la ciudad no es imprescindible, pero sí aconsejable e instructivo, descifrar las inscripciones de sus muros, leer sus carteles y reclamos, los menús del día y las ofertas comerciales, atisbar en sus balcones y ventanas las macetas de geranios o la ropa tendida, las subrepticias pero enérgicas sacudidas de alfombra, la jaula del canario, los juguetes del niño, la plácida meditación al sol de un jubilado en pijama y con un cigarrillo en la mano, los inquietos ademanes de una novia expectante que se asoma a intervalos cada vez más pequeños o la postura al acecho tras los visillos de una espía doméstica que toma notas para elaborar su diaria y puntual crónica del vecindario.Ni los depredadores nocturnos que se guían por las luces parpadeantes de los bares, ni los automovilistas diurnos devorados por el estrés, están en condiciones de acceder a los arcanos de una ciudad sin tiempo que se mantiene alejada discretamente de las urgentes páginas de los periódicos, que se oculta pudorosa de las cámaras que sólo la enfocan cuando su placidez se rompe a causa de un suceso, generalmente infausto, un crimen pasional, una explosión de gas o una protesta ciudadana. Esta ciudad secreta se despereza cada mañana a la vista de todos, pero sólo se deja ver por los que la miran sin prisas, con la mirada cómplice de los que han huido de la rutina y pasean indolentes y erráticos, felices de vivir unos instantes de libertad. Vueltos a su encierro, los fugados almacenan en un rincón de su mente el recuerdo de: esa vía de escape y se confortan pensando que siempre estará ahí esperándolos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En