Tribuna:

El año del móvil

Ya volvemos los madrileños al redil y ya podemos desconectar los teléfonos móviles que nos han tenido comunicados con el mundo entero. Para la mayoría, es la primera vez que ocurre Hasta ahora algunos veraneos suponían perderse durante un mes en la montaña ignota o en el piélago inmenso, cada uno con sus soledades, pero éste es el año del móvil y cada cual, si así lo quiere, ha podido adentrarse en aguas profundas o subir a los picos de las montañas y dar noticia urbi et orbe de su hazaña.Hay quien hacía burla de los usuarios del teléfono móvil, y uno confiesa que también tuvo no ha muc...

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Ya volvemos los madrileños al redil y ya podemos desconectar los teléfonos móviles que nos han tenido comunicados con el mundo entero. Para la mayoría, es la primera vez que ocurre Hasta ahora algunos veraneos suponían perderse durante un mes en la montaña ignota o en el piélago inmenso, cada uno con sus soledades, pero éste es el año del móvil y cada cual, si así lo quiere, ha podido adentrarse en aguas profundas o subir a los picos de las montañas y dar noticia urbi et orbe de su hazaña.Hay quien hacía burla de los usuarios del teléfono móvil, y uno confiesa que también tuvo no ha mucho esa veleidad. Fue cuando el teléfono móvil parecía atributo exclusivo de ejecutivos. La verdad es que muchos de los usuarios daban pie. Un ejecutivo cruzando presuroso la calle de Fuencarral con un teléfono en la oreja constituía graciosa estampa ilustrativa del casticismo madrileño de nuevo cuño.

Otros no eran ejecutivos ni nada y el teléfono móvil les valía para fingirlo. Una de las imágenes más surrealistas del uso del teléfono móvil la vio un servidor en los toros.

Entraba en la plaza el supuesto ejecutivo, un tipo gigantesco de anchas espaldas, y mientras con la mano izquierda le entregaba el boleto al portero, con la derecha sujetaba en la oreja el teléfono móvil y decía a su lejano interlocutor con voz potente y firme: "¡Rápido, el listado de activos!".

Sería ejecutivo el hombre pero más parecía un siervo de la gleba. El que no puede dejar de trabajar ni aun entrando en una plaza de toros es que ejerce en la vida de esclavo. Se excluyen de la definición los críticos taurinos, naturalmente; aunque no todos.

La patente de ejecutivo que prestaba el teléfono móvil hasta la primavera se ha empezado a perder llegado el verano. Muchos creían que durante el veraneo iban a pasar por ejecutivos en cuanto los demás veraneantes les vieran utilizar el teléfono móvil y se encontraron con la sorpresa de que lo llevaba encima la mayoría de la gente.

La verdadera canción del verano ha sido el timbre del móvil. En los supermercados, en las pescaderías, en Ios restaurantes en los chiringuitos, en las piscinas, en las playas, en los prados, sonaba por doquier.

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A veces no se sabía si sonaba el teléfono propio o el ajeno y, oir el timbre allá donde había cierta aglomeración humana, todo el mundo se echaba el teléfono a la oreja, por si acaso. Y entonces lo que se oía era un "¡Diga, diga!" a coro, que constituía el estribillo de la canción del verano.

Uno, si músico, ya habría compuesto una canción con esta letrilla: "Ring ring / ring ring / diga diga / me. Ring ring / ring ring / diga diga / me. Estoy en una cobertura / comprando la verdura / el móvil en una mano / en otra el vil parné".

Ring ring, suena, efectivamente, el móvil y entonces da gusto informar a quien llama del estado de la cuestión: estoy comprando verdura, ahora iba a darme un baño, me coges cruzando la carretera general, espera que termine de hacer pis, acabo de coronar la cumbre del Everest.

Cualquier nimiedad adquiere caracteres de asunto capital si puede comunicarse instantáneamente a través del teléfono móvil.

Por ejemplo, nadie habría podido imaginar la importancia que adquiere en estos casos el acto cotidiano y natural de hacer pis. Por ejemplo, coronar la cumbre de la cordillera asiática del Himalaya, el afamado Everest

De regreso en Madrid ya no es lo mismo. A nadie importa lo que uno pueda hacer por Madrid. No es lo mismo decir con tonos triunfalistas "Estoy comiendo una ración de langostinos sentado en una terraza de cara al Mediterráneo" que "Estoy tomando el café de las 11 y perdona que se me ha pasado la hora y el jefe me va a echar la bronca".

Ejecutivos habrá, con ellos siervos de la gleba, que necesiten llevar el teléfono en la oreja para recibir órdenes, y uno promete no tomarlos a risa pues bastante tienen encima con semejante servidumbre.

Pero salvo esos casos, el destino mejor del teléfono móvil es un cajón; y conservarlo allí, libre de polvo y paja, hasta que llegue de nuevo el veraneo y vuelva a ser portavoz jubiloso de la alegría de vivir.

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