Editorial:

La frontera marroquí

EL CONTROL de la inmigración ilegal desde Marruecos a España, tanto la originaria de otros países africanos como la propia de ese país magrebí mediante el paso del Estrecho en pateras, se ha convertido en uno de los grandes escollos para las siempre vitales relaciones entre ambos países. Su solución requiere la cooperación bilateral sincera. Para intentar reforzarla viajó el lunes a Marruecos el ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja. Todo indica que tuvo que regresar con la cesta más bien vacía.Entre los problemas importantes de inmigración urge encontrar soluciones al que plantea la acumul...

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EL CONTROL de la inmigración ilegal desde Marruecos a España, tanto la originaria de otros países africanos como la propia de ese país magrebí mediante el paso del Estrecho en pateras, se ha convertido en uno de los grandes escollos para las siempre vitales relaciones entre ambos países. Su solución requiere la cooperación bilateral sincera. Para intentar reforzarla viajó el lunes a Marruecos el ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja. Todo indica que tuvo que regresar con la cesta más bien vacía.Entre los problemas importantes de inmigración urge encontrar soluciones al que plantea la acumulación de inmigrantes africanos que entran ilegalmente en Ceuta y Melilla a través de Marruecos. La reciente y expeditiva expulsión de 103 de estos inmigrantes -mediante procedimientos de muy dudosa legalidad que deben ser esclarecidos- ha sido la música de fondo que ha acompañado al ministro Mayor Oreja en su corta visita a Rabat. Allí está cuando menos una parte del problema.

Desde febrero de 1992 existe un convenio entre España y Marruecos -negociado por el ministro Corcuera- que compromete a ambas naciones a readmitir a ciudadanos de terceros países que hubieran utilizado el territorio marroquí o español para entrar ilegalmente en el país vecino. Pero desde un principio Marruecos incumple dicho convenio bajo el pretexto de que no existen pruebas documentales que acrediten que los inmigrantes ilegales -casi todos subsaharianos- han pasado por su territorio, por mucho que hayan entrado en Ceuta y Melilla por la frontera hispano-marroquí. Desde 1992, España ha presentado 600 casos y Rabat sólo ha aceptado cinco readmisiones.

Marruecos siempre ha mantenido en esta cuestión una actitud evasiva contraria a la lógica más elemental, pues es prácticamente imposible que los inmigrantes de los países subsaharianos tengan otro modo de llegar a Ceuta y Melilla que no sea a través de Marruecos. Y ello al margen de que existan o no pruebas documentales de esta inmigración, lógicamente clandestina.

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La obstrucción marroquí tiene que ver sin duda con la voluntad de evitar todo gesto que pueda interpretarse como un reconocimiento por parte de Rabat de la soberanía española sobre Ceuta y Melilla. Siendo una posición que el país vecino considera de principio, es muy difícil que este contencioso migratorio se resuelva de manera satisfactoria para España pese a las buenas palabras. Y, sin embargo, una política contra la inmigración ilegal en España requiere la colaboración activa de Rabat, al que también le interesa impulsar la protección de sus conciudadanos legalmente establecidos en nuestro país o de cuantos utilizan nuestras carreteras para desplazarse hacia sus lugares de origen en época de vacaciones. Conseguir que el convenio sea algo más que papel mojado exigirá, no obstante, más de un viaje a Rabat.

No es éste el único problema común a España y a Marruecos en materia de orden público y seguridad. La situación de los presos españoles en cárceles marroquíes, la lucha contra el tráfico de drogas o la prevención de acciones terroristas constituyen también elementos esenciales en esta colaboración. La reunión técnica bilateral que se celebrará en Madrid en octubre para estudiar medidas contra el narcotráfico constituye un paso en la buena dirección, pero dista aún mucho de revelar un verdadero compromiso en estas materias por parte marroquí.

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