Tribuna:

Tarde de perros

En muchos parques madrileños, y particularmente en aquellos donde suelen darse cita los niños, existen códigos secretos cuyo desconocimiento puede acarrear más de un revés al visitante ocasional. Tienen estos recintos sus propias reglas de tráfico, sus horas punta, sus zonas nobles, sus rincones perdidos y un sinfín de pequeñas, normativas que no rigen en el resto de la ciudad. Y corno principal rasgo de identidad destaca en ellos la presencia de ciertos montoncitos orgánicos salpicando el terreno, son multicoIores, cónicos, piramidales o amorfos, pero hermanos todos en origen. Son cacas de pe...

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En muchos parques madrileños, y particularmente en aquellos donde suelen darse cita los niños, existen códigos secretos cuyo desconocimiento puede acarrear más de un revés al visitante ocasional. Tienen estos recintos sus propias reglas de tráfico, sus horas punta, sus zonas nobles, sus rincones perdidos y un sinfín de pequeñas, normativas que no rigen en el resto de la ciudad. Y corno principal rasgo de identidad destaca en ellos la presencia de ciertos montoncitos orgánicos salpicando el terreno, son multicoIores, cónicos, piramidales o amorfos, pero hermanos todos en origen. Son cacas de perro.Entre otros caprichos, la naturaleza ha dispuesto que los mamíferos utilicen el juego como parte fundamental de su aprendizaje, y en verdad que los niños saben sacarle tajada al asunto. Especialmente, cuando tienen entre dos y cinco años. Por desgracia, estos seres diminutos no saben de protocolo y sus gustos nunca coinciden con los de un adulto al uso. Los niños adoran los insectos, los envoltorios grasientos, las colillas arrugadas, las bolsas de plástico, y en general, todo aquello que mantenga relación con el detritus ciudadano. Y por los moldes, se pirrian por los moldes de arena.

Eso significa que el acompañante, si quiere dar la talla, ha de sentarse también en el suelo y entregarse de corazón a la causa. La labor es algo incómoda, aunque sencilla: se toma el rastrillo, se escarba en busca de una tierra más húmeda y se rellenan luego las figuritas mientras una nube de polvo aniquila al ingeniero jefe. Pero no cabe el desánimo: hay que mantener el tipo y concluir la maniobra sin atender al picor de ojos. Un momento crucial, ya que muchos padres se deprimen y acaban tirando la toalla.

Superado el trance, llega la recompensa: se aplasta la arena con una pala, se voltea el molde sobre la, tierra y aparece un caballito de mar casi perfecto, precioso, aunque con un leve defecto de fábrica: una zona oscura a la altura de la cola que rompe la armonía de la obra. Visto y no visto, sin dar opción, el niño estira el brazo, agarra la novedad y cierra la mano en un gesto simiesco: es una cagadita reseca, atomizada, que se deshace entre sus dedos cual mortaja de faraón.

Los pañuelos de papel, humedecidos con agua de cantimplora, son un remedio aceptable, pero no eterno; de manera que tras una intrincada serie de pactos, promesas y sobornos, el rey de la creación accede a levantar el tenderete. Si ya se ha utilizado antes el triciclo, un buen recurso es el tobogán. La criatura sube por las escaleras, se lanza entusiasmada, resbala por la plancha y justo en, el mismo punto de aterrizaje: !plasf!, revienta una nueva caca.

Se trata, en esta ocasión, de una muestra joven, halitosa, palpitante, de esas que mortifican al tacto, Las miradas de otros padres te indican que ellos estaban en el ajo: a veces, incluso, en un alarde de cinismo muy desagradable, se encogen de hombros y señalan a un gigantesco dogo que retoza junto a los columpios. Un lección útil para el futuro: si un artefacto del parque no está siendo utilizado, malo. Algún tipo de pringue esconde.

Lógicamente, ese día toca adelantar el baño, improvisar juegos hasta la hora de la cena, y también una lavadora extra. Oscurece, cae la noche, y por fin, con el último cuento, la niña se duerme. Pero aún es pronto para cantar victoria; snif, snif, algo ocurre en el cuarto: el triciclo, con un recadito incrustado entre las ruedas.

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Y es entonces cuando uno, desmadejado, sin fe y algo morboso, empieza a urdir soluciones definitivas. Torturas, venganzas, medidas implacables. Tal vez una tanqueta blindada, tipo Belfast, decorada con calaveras, y a cuyo paso temblarían los dueños de los perros. Sí. Con Nieves Herrero a la cabeza, micrófono en alto y amenazando entrevista. Y junto a ella, Eric Cantona, con su cuello vampiril, obsequiando a los infractores con una de esas miradas cariñosas que le caracterizan. Me arrepiento enseguida, claro, y asumo la desproporción de mi remedio. Pero el daño ya está hecho. Y es que se vuelve uno malo cuando le aprietan en exceso las clavijas. Malo de verdad.

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