Tribuna

El campo urbano

Aunque nuevas carreteras han acortado sensiblemente los trayectos que median entre la capital y los pueblos de la provincia, cada vez es más amplio y profundo el abismo que separa a la ciudad del campo. Cada día crece el número de los ciudadanos que abandonan el asfalto después de su jornada de trabajo para regresar a sus chalés, más o menos adosados, que un día fueron segunda residencia, hotel de verano y fin de semana y hoy se han con vertido en su primera y única vivienda, pero estos urbanícolas rebotados se han llevado tras ellos la ciudad, pegada a sus tubos de escape, prolongada a través...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Aunque nuevas carreteras han acortado sensiblemente los trayectos que median entre la capital y los pueblos de la provincia, cada vez es más amplio y profundo el abismo que separa a la ciudad del campo. Cada día crece el número de los ciudadanos que abandonan el asfalto después de su jornada de trabajo para regresar a sus chalés, más o menos adosados, que un día fueron segunda residencia, hotel de verano y fin de semana y hoy se han con vertido en su primera y única vivienda, pero estos urbanícolas rebotados se han llevado tras ellos la ciudad, pegada a sus tubos de escape, prolongada a través de las cintas de las autopistas. Estos tránsfugas, desde sus amuralladas urbanizaciones, desde sus pisos encastillados en el cinturón de los pueblos, han vampirizado el campo y asisten impertérritos a la desaparición de la vida campesina. Hoy las dehesas donde pastaba el ganado son pasto de golfistas neófitos y jugadores de pádel y sobre las antiguas huertas brotan las aceras.Le han puesto puertas al campo, lo han parcelado, cercado y encartelado con pretenciosas nomenclaturas, tomando en vano sus antiguas denominaciones para forjar ciudadelas enmascaradas. Sotos, montes, valles y praderas con apellidos impostados y espúreos, títulos de presunta nobleza inventados por hábiles propagandistas inmobiliarios. "La naturaleza urbanizada" reza una valla que hace décadas campea en uno de esos complejos.

Más información

Hasta hace unas décadas, los campesinos que por estas fechas bajaban a la capital, botijo en ristre, boina calada y cayado pastoril, recibían el despectivo nombre de isidros y se esperaba de ellos que quedasen fascinados por las luminarias de la ciudad hasta el punto de dejarse estafar en los mercadillos de la calle de Toledo, de convertirse en víctimas del timo de la estampita o de perder la cartera entre los hábiles dedos de un tomador del dos en las aglomeraciones de la Puerta del Sol. Hoy, sin boina, los antiguos isidros acuden a la capital para echar pestes sobre el tráfico y la furia de la vida urbana, y luego vuelven reconfortados, pensando ya en vender la era para que edifiquen nuevos refugios de fugitivos urbanos y decirles a sus nuevos convecinos: "Desde luego, no sé como podíais vivir allí".

Hoy se ha invertido la tendencia de las migraciones entre el campo y la ciudad, pero los antiguos; campesinos viven ahora de construir ciudades alrededor de sus pueblos. La eterna pugna entre la ciudad y el campo se decanta a favor de la primera, aunque para ganar la batalla, la urbe se haya tenido que disfrazar de urbanización como el lobo se vistió de cordero, o de abuelita... Para comerte mejor...

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En