Tribuna:

Política y desilusión

Muchos nos preguntamos: ¿se deberá a los vicios del temperamento español lo que está pasando en el país? ¿Por qué la política actual, después de tanta ilusión por la transición y las esperanzas abrigadas en aquellos años de lucha en favor de una democracia, ha decaído tanto? ¿Es su resultado sólo la corrupción, el enfrentamiento personal y la desgana popular?Preguntas que nos atenazan con motivo de las elecciones.

Es verdad que hace largo tiempo se nos dice que los españoles tenemos el vicio de la envidia, que impide la solidaridad ciudadana; es cierto que se asegura que nuestra moralid...

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Muchos nos preguntamos: ¿se deberá a los vicios del temperamento español lo que está pasando en el país? ¿Por qué la política actual, después de tanta ilusión por la transición y las esperanzas abrigadas en aquellos años de lucha en favor de una democracia, ha decaído tanto? ¿Es su resultado sólo la corrupción, el enfrentamiento personal y la desgana popular?Preguntas que nos atenazan con motivo de las elecciones.

Es verdad que hace largo tiempo se nos dice que los españoles tenemos el vicio de la envidia, que impide la solidaridad ciudadana; es cierto que se asegura que nuestra moralidad es la del egoísmo; que se ha dicho que nuestra característica social es la inercia colectiva, o que la sordera para los valores reales es endémica. Y sólo respondemos a la palabra cuando se usa en son de guerra; que nos pierde además el ingenio, que no. es sino la viveza ratonil; que nos fascina el dinero y su rápida obtención especulativa; que la ética religiosa ha sido entre nosotros casi siempre un cambalache para comerciar con lo divino. Al menos eso es lo que aseguraba en 1910 el gran observador que fue el plofesor Eloy Luis André, en su Etica española, y lo corroboró él mismo también en tiempo de nuestra Segunda República. No parece que entonces habíamos modificado mucho nuestra conducta, a pesar del cambio que supuso esa nueva y esperada experiencia política.

Salvador de Madariaga llamó a este fenómeno de nuestro carácter el "yoísmo" del español. Y don Ramón Menéndez Pidal, la "falta de solidaridad". Y todo ello relacionado con nuestra condición pasional, hasta en el uso de la razón; con esos arranques de la improvisación, que son nuestra característica como reacción fulminante ante cualquier cosa que nos afecta. ¿No es verdad que esto se refleja en el lenguaje, porque hasta las afirmaciones más abstractas están casi siempre precedidas en nuestro hablar, según se puede observar, por la palabra "yo" que las encabeza?

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Una gran parte de lo que somos se refleja sin duda en el lenguaje. Especialmente entre nosotros, que somos tan habladores. ¿No es cierto que para los españoles "la palabra es un proyectil"? Y que los partidos, y grupos humanos, no son grupos de ideas, sino "partidos fulanistas" -(Madariaga), que los seguirnos por fulano o mengano que nos mueve sólo, por lo general, con su palabra. Y, por eso, la ética que vivimos es una "fonetización de los valores": llegamos a creernos que repitiendo unas bonitas y atractivas palabras ya las hemos realizado. Basta decir con la boca justicia, libertad, democracia, solidaridad. Y con eso pensamos que ya se han cumplido.

Y si esto se encuentra en el español de la calle, con mucha más razón lo hallaremos en los líderes políticos, o de cualquier grupo humano. El que suele vencer es el que más y mejor habla, el que maneja las palabras en su favor, aunque luego no las cumpla. Basta decirlas una y otra vez y al final serán creídas. Desgraciadamente, olvidamos, con nuestra falta de memoria histórica, que eso es lo que hizo Hitler y venció democráticamente. Porque el pueblo, engatusado con su verbo y cansado de sus males, terminó por votarle; y el enemigo de la democracia real accedió al poder en virtud de las urnas.

Un ejemplo que, en estos días de elecciones, debe hacernos meditar. Porque el mundo anda mal porque nadie medita: sólo habla y cae en el mal verborreico. ¿No fue el último Heidegger quien dijo, al final de su compleja vida, que el mal estaba en el mejor de los casos -porque no arreglaba nada a la larga- en un pensar calculador; pero no era, como debía ser, un pensar meditativo?

No es extraño así que surja en muchos ciudadanos la desilusión; aunque sea de una manera difusa, sin un planteamiento claro de sus causas.

La política que hemos vivido -no sólo en el Gobierno, sino en buena parte de la oposición- se parece en gran medida a aquello que decía de los políticos con sarcasmo el bueno de Montaigne: "Es preciso que el pueblo ignore muchas cosas verdaderas y crea muchas falsas". Y el mecanismo fundamental ha sido la palabra, usada recubierta de lisonja para que la creyéramos más. Ya observó hace siglos san Agustín que los líderes saben que "aplaude el pueblo a quienes le lisonjean y no a quienes bien le aconsejan".

Y esta falta de ética cívica, en nosotros los ciudadanos, tanbién ha estado muchas veces en los que están arriba; pero las consecuencias son en este caso mucho peores social y políticamente. Son la corrupción, la inoperancia, las promesas incumplidas, la verdad dolorosa escondida con ardides verbales para parecer que todo son éxitos, y no problemas que debemos resolver, aunque nos cueste. Ésa es la tónica de nuestra moral cívica, que la hemos aplicado en la incipiente democracia creyendo ingenuamente que todo lo iba a resolver por arte de birlibirloque, sin esfuerzo de todos y, en particular, de los situados más arriba.

El hecho de que también pase en otros lugares del mundo no debe conformarnos ni tranquilizarnos, sino servir de ejemplo para evitarlo, escarmentando en cabeza ajena.

A mí no debe tranquilizarme, ni a los políticos nuestros, que en Norteamérica "la que más abunda es la condenable injusticia en la gerencia de los asuntos públicos", como señala el moralista católico P. Conell. Y que no exonera tampoco de ello ni siquiera a los cargos públicos católicos. 0 que el profesor de Derecho de la Universidad de Lovaina Jacques Leclercq observe que son un mal frecuente, en el Occidente del desarrollo, las exacciones que cometen los cargos públicos, sean políticos o de otro tenor, con los ciudadanos corrientes; y que "la honradez pública es excepcional" demasiadas veces.

A esto tenemos que decir no. Y hacer algo para evitarlo, no sólo con palabras. Y que así la verdad resplandezca, lo mismo que la justicia para todos, y no haya privilegiados entre los ciudadanos.

Nuestro pionero defensor de los derechos humanos, Francisco de Vitoria, observaba que el hombre, fundamentalmente, es bueno, pero débil. Y, por tanto, la clave debe estar en la educa ción ciudadana para adquirir esa ética cívica que haga supe rar nuestros defectos. No el maximalismo de una ética puritana, que al final resulta hipócrita en su verbalismo, sino una ética realista, que debemos construir y aplicar poco a poco entre todos. Lo que más falta hace es un práctico rearme moral que empiece desde la escuela, para todo ciudadano, y desde la iglesia, para todo creyente en ella. Siguiendo todos, eso sí, la tradición de nuestros pensadores clásicos españoles, que defendían una moral de. la razón y el consenso para la convivencia de todos y cada uno.

Yo he repetido muchas veces que hay un engaño nefasto en creer que todo lo o van a conseguir las leyes. Sin una ética ciudadana, en los de abajo lo mis mo que en los de arriba, no podemos conseguir una conviven cia satisfactoria que nos haga ir política, económica y. social mente hacia adelante. Porque las muchas leyes fácilmente sirven para ser sorteadas con ha bilidad por los poderosos, y, en cambio, confunden al ciudadano sencillo, y terminan éstos por sentirse abrumados con su peso, que gravita encima de los hombros más débiles y llegan a creer que su transgresión es un fenómeno normal del cual tienen que usar para defenderse.

No seamos pesimistas, porque de nosotros mismos depende que el futuro mejore, uniendo a la política la justicia humana y, sobre todo, una moral ciudadana, sabiendo que somos tan imperfectos que hasta las leyes o sus aplicadores pueden ser injustos.

E. Miret Magdalena es teólogo seglar.

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