Tribuna:

El efecto Bosman

Se llama Bosman, oficiaba de jornalero en el Lieja de Bélgica. y ha conseguido un lugar en la historia del fútbol del modo más arriesgado posible: proclamando la revolución. Hasta ahora, la UEFA ejercía el poder absoluto desde su bunker de Ginebra. Dictaba sus propias leyes al margen del derecho internacional, disfrutaba del monopolio de las competiciones, administraba sus negociados como si fuesen las dependencias de un cortijo, se había rodeado de un tejido burocrático impenetrable, y por si fiera poco disponía de los resortes y dogmas del juego. Tenía las llaves de la caja de ...

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Se llama Bosman, oficiaba de jornalero en el Lieja de Bélgica. y ha conseguido un lugar en la historia del fútbol del modo más arriesgado posible: proclamando la revolución. Hasta ahora, la UEFA ejercía el poder absoluto desde su bunker de Ginebra. Dictaba sus propias leyes al margen del derecho internacional, disfrutaba del monopolio de las competiciones, administraba sus negociados como si fuesen las dependencias de un cortijo, se había rodeado de un tejido burocrático impenetrable, y por si fiera poco disponía de los resortes y dogmas del juego. Tenía las llaves de la caja de caudales, de la mazmorra y del espectáculo.La UEFA vivía feliz en su palacio de invierno y él, Bosman, era uno de esos futbolistas de aluvión que se pulen poco a poco con los gajes del oficio. Si su destino llegaba a cumplirse, cualquier tarde acabaría cayéndose del equipo tItular y luego, cuesta abajo, se perdería en los desfiladeros del fútbol como un canto rodado. Así debería ser, a menos que un golpe de fortuna le librase de las imposiciones de la mediocridad. ¿Es que no podía haber en algún lugar del resto del mundo un entrenador que necesitase un futbolista exactamente igual a él?Un día llamarón a la puerta: el cartero le traía la oferta de un equipo francés; una sibilina oferta condicionada al precio. No era el contrato de Baggio con el Milan, pero era su contrato. Para una estrella del fútbol, lo natural habría sido esperar acontecimientos; ya se encargaría el club interesado de costear derechos de formación y otras gabelas federativas. Sin embargo, él carecía del poderoso empaque de Van Himst, del regate plástico de Goyvaerts o de la jerarquía de Scifo; por tanto, no exigiría muchas consideraciones. Si el nuevo club debía afrontar pagos, fianzas y arbitrios, podía despedirse de sus sueños de emigrante..

Por alguna de esas razones del estómago que la cabeza no entiende, Bosman se puso a pensar. La situación general era ésta: la Unión Europea había establecido el mercado laboral sin fronteras, pero la UEFA seguía dividiendo a los futbolistas en indígenas y extranjeros. Con la legislación comunitaria en la mano, su caso estaría resuelto. De nuevo la cuestión se reducía al compromiso habitual: o resignarse o rebelarse.

Algunos le tomaron por loco cuando acudió al Tribinal de Estrasburgo. ¿Merecía la pena meterse en pleitos? ¿Qué edad tendría él cuando hubiera sentecia firme? Nadie pudo disuadirle: mientras a los pontífices de la UEFA los dólares se les hacían chocolate, denunció, apeló y ganó el juicio.

Lo ganó para él y lo ganó para todos. Un tal Bosman.

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