Editorial:

París-Pekín

EN SU segundo mandato en Downing Street, entre 1951 y 1955, Winston Churchill se lanzó a una muy personal iniciativa para reactivar las cumbres a tres que tan habituales habían sido durante la Segunda Guerra Mundial. En plena guerra fría, Churchill quería hacer retomar al Reino Unido a la mesa de las potencias con la URSS y EE UU. El resultado fue un estrepitoso fracaso y un amargo revés para el anciano Churchill, que no quería darse por enterado de que el Reino. Unido no era ya la potencia que había sido. Algo parecido, y sin la excusa de la avanzada edad que ya tenía entonces el legendario p...

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EN SU segundo mandato en Downing Street, entre 1951 y 1955, Winston Churchill se lanzó a una muy personal iniciativa para reactivar las cumbres a tres que tan habituales habían sido durante la Segunda Guerra Mundial. En plena guerra fría, Churchill quería hacer retomar al Reino Unido a la mesa de las potencias con la URSS y EE UU. El resultado fue un estrepitoso fracaso y un amargo revés para el anciano Churchill, que no quería darse por enterado de que el Reino. Unido no era ya la potencia que había sido. Algo parecido, y sin la excusa de la avanzada edad que ya tenía entonces el legendario político británico, parece estar sucediéndole al presidente francés, Jacques Chirac, en relación con la proyectada reanudación de las pruebas nucleares en Mururoa. Porque su insistencia en llevar a cabo estas pruebas condenadas por todo el mundo parece el r orno ficticio a una realidad inexistente. Es un viaje a la grandeur que no le servirá sino para minar más las relaciones con multitud de países y con la opinión pública de todos y cada uno de sus aliados en la Unión Europea y la defensa occidental. Un viaje que lleva camino además de convertirse en extremadamente caro para Francia.

Porque la movilización contra las pruebas nucleares está superando todas las expectativas, incluidas las del presidente francés. Y ya no se trata sólo del revés que supone el verse en el banquillo de la opinión pública internacional con un compañero tan poco respetable en tantos aspectos como el régimen chino. El mundo está acostumbrado al desprecio conque Pekín trata a la opinión pública intemacional, a su disidencia y a sus ciudadanos en general.

Pero de París se espera otra cosa. Y no parece que vaya a surtir efecto esa extravagante fórmula de asegurar que hará las pruebas, pero que éstas serán las últimas. Porque, aparte de los efectos directos de las explosiones, que pueden ser más o menos controvertidos, las pruebas francesas tendrán el perverso efecto de animar a los chinos a continuar con las suyas y animarán a otras potencias nucleares a permitirse también en su momento este tipo de excepciones. Y volveríamos así a la espira del desarrollo armamentista nuclear, que, concluida la guerra fría, parecía posible paralizar de una vez para siempre. Es obvio que le debe de resultar muy difícil al presidente Chirac suspender las pruebas a estas alturas. Y sin embargo, de hacerlo, haría gala de un respeto, a la opinión pública internacional y de una grandeza política que en ningún caso conseguirá jugando a gran potencia con las detonaciones en Mururoa.

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