Tribuna:RELATOS DE VERANO

Entre todas las mujeres (3)

Pero no la oí cantar. Ni esa noche ni nunca. Pasó por mi vida tan rápidamente que cuando quise darme cuenta de lo que estaba sucediendo ya había desaparecido. Yo estaba acostumbrándome entonces a la lentitud municipal del tiempo, que no se mide, por horas y ni siquiera por años, sino por trienios, y no tenía más ambición en la vida que la de aprobar unas oposiciones para disfrutar en propiedad la plaza que ahora ocupaba interinamente, y de pronto, una mañana plácida de agosto, aquella mujer aparecía trastornando el orden de las horas y los hábitos, trayendo consigo un tiempo de ansiedad y de u...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Pero no la oí cantar. Ni esa noche ni nunca. Pasó por mi vida tan rápidamente que cuando quise darme cuenta de lo que estaba sucediendo ya había desaparecido. Yo estaba acostumbrándome entonces a la lentitud municipal del tiempo, que no se mide, por horas y ni siquiera por años, sino por trienios, y no tenía más ambición en la vida que la de aprobar unas oposiciones para disfrutar en propiedad la plaza que ahora ocupaba interinamente, y de pronto, una mañana plácida de agosto, aquella mujer aparecía trastornando el orden de las horas y los hábitos, trayendo consigo un tiempo de ansiedad y de urgencia, de minutos muy rápidos, de dolorosa expectación y deseo.Yo no sabía qué hacer hasta que llegara la noche. El atardecer de verano duraba estáticamente en las ventanas de mi piso alquilado. No anochecía, no declinaba el calor, no se levantaba la brisa tibia de todas las noches, el aire fresco que animaba a la Lente a salir a las terrazas de los bares y a los merenderos. Algo más me preocupaba: la chica había hablado con demasiada frecuencia en plural. Habría un marido, un novio o compañero en el bar Trauma, acaso uno de los músicos que la acompañaban, un camarada de la vida nocturna y romántica que a ella sin duda le gustaba llevar, tan diferente de la mía, mi vida sedentaria y diurna de ocho a tres, de ocho a dos en verano. Me entraba de golpe una vocación de rebeldía completamente desproporcionada: ¿Iba a pasarme yo los mejores años de mi juventud fichando en el Ayuntamiento, viendo día tras día las mismas caras, haciendo las mismas cosas, repitiendo las mismas palabras? ¿No estaba aburguesándome, no apostataba de mis principios juveniles a cambio de un sueldo miserable, no haría mejor rompiendo con todo, viviendo día a día, sin recordar el ayer ni pensar en el mañana, como vivían algunos de los músicos y de los actores, artistas y con los que yo trataba a veces en el negociado, sintiendo en mi espalda y en mi nuca las miradas censorias de don Cecilio, de doña Flori y de María Angustias, que en el fondo debían de considerarme un bohemio infiltrado, un cómplice de aquellos invasores de la paz municipall? De vez en cuando aparecía al otro lado del mostrador un melenudo con mono vaquero, que solía dedicarse, al mimo o a los títeres, o una chica con falda floja y trenzas de rastafari en el pelo grasiento, que venía a solicitar un permiso para tocar la flauta en la vía pública, y unas voces severas murmuraban cerca de mí:

-Mateo, aquí viene otro de tus hippies.

-Cada vez dejan entrar a gente más rara en la Casa.-Podía afeitarse los sobacos, la tía puerca.Me daba cuenta de la suerte que había tenido estando sólo esa mañana en el negociado. ¡Y a la mañana siguiente se repetiría el encuentro, más distendido, como decía el concejal, con la expectativa nada improbable de un café con leche en alguno de los bares de las cercanías, charlando ya no de trámites Y burocracia, sino de asuntos mucho más personales, de música, de aficiones comunes! Tendría que ensayar mucho para decir como ella la palabra jazz...Pero no había que adelantarse a los acontecimientos: ahora lo que importaba era que me disponía a visitarla en ese bar suyo de nombre tan moderno, el Trauma, porque al fin había llegado la noche, la noche prometedora y ya tibia desiertas y cortinas metálicas echadas, de terrazas inundadas de público y de música que aparecían como oasis inesperados al doblar una esquina, en una calle de asfalto todavía caliente.Con los estudiantes de vacaciones hasta finales de septiembre la zona de copas tenía grandes espacios de desolación. Aún en las dos o tres calles de más ambiente la mayor parte de los, locales estaban cerrados o vacíos. Mientras buscaba el Trauma, temiendo no encontrarlo, porque la chica me había dicho que estaba en un callejón que yo no conocía, me entró hambre de repente, y me detuve a tomar un bocadillo y una cerveza en un Frankfurt. No había más de dos o tres clientes en la barra, pero la música sonaba como en una discoteca. También quería hacer tiempo. ¿No era de pardillos presentarse en un bar de copas y jazz; antes de las once de la noche?Cuando lo encontré ya eran más de las once y media.De verdad que estaba en un callejón muy oscuro, cerca de las calles principales pero con un acceso que bradoy difícil, uno de esos pasajes que estando en el mismo centro de una ciudad tienen sin embargo un aire de lejanías periféricas. Nada más enfilarlo pensé con melancolía que en un sitio así era imposible que prosperase un negocio. Había vallas de edificios en construcción y el asfalto estaba parcialmente levantado, así que era preciso caminar con cautela. El letrero del Trauma iluminaba con espasmos azules el tramo final del callejón.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Me acerqué por la acera opuesta, me detuve en una zona de sombra donde no creía que pudieran verme desde el interior. Yo había imaginado que la chica cantaría en un sitio en penumbra con unos pocos espectadores. En el Trauma la luz era plana y nítida como en un bar cualquiera de cañas y raciones, y al principio me pareció que no había nadie, y ni siquiera se escuchaba música. Luego vi que la chica estaba detrás de la barra, al final, apoyando en ella los codos igual que los había apoyado en el mostrador de mi oficina, los hombros rectos y desnudos, igual que por la mañana, aunque con otra camiseta o un vestido, de un color terroso y claro, con una especie de collar en torno al escote.

Cayó de pronto sobre mí la tristeza abrumadora de los bares donde no entra nadie, los bares que desprenden una especie de maleficio contagioso al que nadie se quiere aproximar. Desde fuera se veía que era un sitio limpio y agradable, aunque muy modesto, tal vez ya algo abandonado, y el letrero de neón despedía rítmicamente, atractivos destellos azules, pero se comprendía enseguida que aquel era un lugar ya infortunado sin remedio y que ninguna subvención lo salvaría.

Y en el interior, como en una campana de luz, estaba aquella chica que parecía tan exactamente la mujer de mi vida, quieta y esperando, aburrida, mirando durante horas la puerta de cristal que nadie empujaba, fumando con los hombros rectos y dulcemente modela dos bajo los tirantes del vestido y los codos sobre la barra, consultando con desgana un reloj de pulsera. ¿Se extrañaba de que yo no hubiera llegado todavía, temía que no apareciera y que eso fuera un mal augurio sobre la subvención? La barra del Trauma era perpendicular a la calle: aunque la chica mirase hacia afuera no podía verme, porque la luz del bar no llegaba hasta donde yo estaba, y además me protegía un saliente en la valla de una obra.

Entrar solo en un bar desconocido y además sin público es una hazaña imposible para mí. Me armé de valor, sin embargo, pensando en el escote y en los hombros y en la mirada de los ojos verdes, respiré hondo, me dispuse a salir de la sombra cruzando el callejón. Entonces me detuve en seco, sin haber dado más que un paso: ahora veía que la chica no estaba sola. Le servía una bebida a un individuo alto, de hombros anchos y pecho musculoso, vestido de oscuro, con camisa negra y pantalón de cuero, pero no parecía que se tratara de un cliente, porque ella le hablaba con mucha animación y le sonreía con la misma sonrisa que me había dedicado a mí por la mañana, y él, sentado en un taburete, se adelantaba hacia ella y ocurría algo que me alarmó y me amargó. ¿La estaba besando, le acariciaba el pelo corto y la nuca

Archivado En