Tribuna:

Recordando a Churchill

(Winston Churchill murió hace 30 años, el 24 de enero de 1965).Haber cumplido los 60 años tiene algunas ventajas; entre otras, la de haber conocido a Churchill vivo. Me acuerdo de su voz, potente y cálida, en la que se mezclaba su inequívoco acento de aristócrata con ciertos matices de espontaneidad que la hacían creíble en grado sumo. De niño, durante la guerra, le escuchaba por radio los domingos. Apenas podría reproducir nada de lo que dijo. Sólo recuerdo aquel tono, envolvente, como un soplo de aliento, en los difíciles momentos en los que Inglaterra se enfrentaba a Alemania en solitar...

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(Winston Churchill murió hace 30 años, el 24 de enero de 1965).Haber cumplido los 60 años tiene algunas ventajas; entre otras, la de haber conocido a Churchill vivo. Me acuerdo de su voz, potente y cálida, en la que se mezclaba su inequívoco acento de aristócrata con ciertos matices de espontaneidad que la hacían creíble en grado sumo. De niño, durante la guerra, le escuchaba por radio los domingos. Apenas podría reproducir nada de lo que dijo. Sólo recuerdo aquel tono, envolvente, como un soplo de aliento, en los difíciles momentos en los que Inglaterra se enfrentaba a Alemania en solitario. La voz de Churchill representaba, entonces, un verdadero impulso; lo sigue representando ahora y, para mí, lo seguirá representando siempre.El año pasado, tras los sanfermines, tomé en Pamplona un autobús que habría de conducirme hasta Madrid. Al pasaje, adormilado por los efectos de una buena resaca, se le ofreció -¡vaya por Dios!- un filme. En él se relataba la ayuda de una hermosa condesa a los franceses de la Resistencia. Al final de la historia, la condesa y sus amigos se reunían, muy cerca de Bayona, en una vieja iglesia para escuchar, rodeados de un prudente secreto, el programa de la BBC que transmitía unas inolvidables palabras de Churchill desde Londres: "Incluso si el Imperio Británico dura mil años más, la gente dirá siempre: 'Éste fue su momento más glorioso". Y aquellos héroes de la pantalla rompían a llorar como seguramente lloraron, en parecidas circunstancias, los auténticos soldados franceses de la noche, como lloré yo en aquel autobús fantasmagórico.

Porque las palabras de Churchill, pese a haber perdido su timbre en el doblaje, me trasladaron a uno de los periodos más esforzadamente heroicos de la historia británica. Hasta tal punto lograba transmitirnos su entusiasmo que niños de colegio como yo esperábamos que la guerra durase hasta el momento en que pudiéramos participar en ella.

Pero no sólo es el coraje la proyección más persistente de su imagen. Fue un hombre, también, de indudable cultura. Fue un aristócrata que, a pesar de que nunca se relacionó de una forma particular con intelectuales, supo dotarse de una profunda formación. Los grandes historiadores Gibbon y Macaulay brillaron de una manera especial en su parnaso. Amaba con pasión nuestra literatura, sobre todo la poesía inglesa (la aportación británica más importante jamás. hecha a la civilización, sin olvidarnos del parlamentarismo y de la niebla). Seguramente Churchill escribió en un inglés más rico que el de cualquier otro primer ministro, con la excepción, quizás, de Disraeli. No llegó a tiempo, para suerte nuestra, de utilizar el corto y eficaz lenguaje de la televisión. Se expresaba en un idioma dulcemente anticuado, con un maravilloso toque decadente.Tal vez, entonces, yo fuera demasiado joven para apreciar los méritos del Gobierno laborista que se instaló en el poder en el 45, aunque ahora he de reconocer la generosidad de su ambición y la impecable integridad de sus líderes. Pero, para mí, en aquellos días de austeridad, Churchill seguía siendo el hombre clave, una incandescente luminaria brillando en una noche de mediocres. Había dicho en alguna ocasión: "Todos los hombres son gusanos. Pero, verdaderamente, creo que yo soy un gusano de luz".

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En mi opinión, el gran error nacional fue el de no haber reelegido a Churchill en 1945. De aquel tiempo data su propuesta de consolidar un bloque atlántico, que él hubiera liderado con las mejores garantías, al tiempo que no le disgustaba la idea de concebir a Europa unida. A mis Ojos, no planteaba ni hacía nada mal.

Durante este periodo ole oposición circularon numerosos chistes sobre él. Todo el mundo sabía que el vino le encantaba y que uno de sus grandes placeres era dilatar las veladas en la agradable compañía de una copa. Decía a su esposa, con aquella retórica anticuada que tanto le gustaba manejar: "Clemmi, pidamos que este momento permanezca". Se le atribuye una anécdota, por otra parte repetida también en otras latitudes con otros personajes. Una noche, en la Cámara de los Comunes, resultó que Churchill había bebido demasiado. En el pasillo se encontró con una vieja diputada laborista muy gorda. Ella le dijo: "Señor Churchill, parece usted un poco borracho. Y eso es una vergüenza". Churchill respondió: "Sí, señora Braddock, está usted en lo cierto. Yo parezco borracho. Y usted parece fea. La diferencia entre nosotros es que yo, por la mañana, estaré sobrio".

Churchill recuperó el poder en el 51. Pero, entonces, se comportó como un primer ministro algo peor que malo. Parecía cansado, enfermo y perezoso. Atravesaba largos periodos de indecisión e incluso de irresponsabilidad. En nombre de su país rechazó colaborar en la construcción de la primitiva Comunidad Europea del Carbón y del Acero, aunque había encabezado con anterioridad movimientos de claro signo europeísta. Tornó la decisión de dotar a Inglaterra de recursos atómicos, contribuyendo, fatalmente, al impulso de la proliferación nuclear. Y a pesar de su fama de duro mostró una gran debilidad frente a los sindicatos. En el momento de su jubilación, hace 40 años, entraba yo en el Ministerio de Exteriores, donde fui destinado a trabajar en los asuntos de desarme. Un tema fascinante al principio, que fue evidenciando, con el paso del tiempo, el feo rostro de la frustración. Escribí borradores para el primer ministro y para distintos miembros del Gobierno. Como dato histórico quiero apuntar aquí mi colaboración en una parte del Último discurso pronunciado por Churchill en la Cámara de los Comunes, precisamente, también, sobre problemas de desarme, en marzo de 1955. Estuve presente en la Cámara durante el discurso, que no pasaba de discreto. Pero soy muy consciente de haber vivido un privilegio: contemplar aquel golpe de telón sobre una larga y brillante representación parlamentaria con un sabio despliegue de todos los efectos; sus manos jugando con las gafas, creando un oasis de relajación; la inflexión de su voz acentuando las intenciones del párrafo oratorio.

Por último, quiero referirme a sus exequias. Uno de los grandes espectáculos nacionales que ha dado mi país. Las calles invadidas. Los restos fúnebres sobre el armón. La mejor puesta en escena que llegó a soñar Elgar para su Pompa y circunstancia. Yo creo que Inglaterra retrasó la desaparición de la moda del sombrero para poder aún quitárselo al paso de su héroe. Pero el momento más conmovedor fue, sin lugar a dudas, cuando el cortejo se acercó al río Támesis. Los operadores que manipulaban las grúas en los muelles abatieron aquellos largos cuellos de jirafa en rendido homenaje al genio muerto.

Las mareas de la memoria y el olvido han borrado la triste figura del Churchill de los años cincuenta. La historia ha cancelado muchas de las secuelas que su actitud irresoluta frente a Stalin dejó abiertas en Yalta. Hoy nos queda. la limpia imagen de un gran capitán que, de una manera bondadosa y culta, encarnó lo mejor de la historia de un país, dejándola acuñada en ' una serie de frases y gestos memorables.

Hugh Thomas es historiador británico.

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