Tribuna:

La cabeza de la dictadura

"En mi juventud", escribió Bertrand Russell, que había nacido en 1872, "nadie ponía en duda el optimismo victoriano. Se pensaba que la libertad y la prosperidad se extenderían gradualmente por todo el mundo". Recordemos otro testimonio parecido e igualmente valioso: "Hacia 1898", escribió Julien Benda en sus memorias, "estábamos convencidos de que la era de las guerras había concluido". Ciertamente, el fin de siglo había propiciado la aparición de movimientos intelectuales fascinados por la estética de la decadencia, como revelaba el interés tan extendido entonces por temas como el suicidio, l...

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"En mi juventud", escribió Bertrand Russell, que había nacido en 1872, "nadie ponía en duda el optimismo victoriano. Se pensaba que la libertad y la prosperidad se extenderían gradualmente por todo el mundo". Recordemos otro testimonio parecido e igualmente valioso: "Hacia 1898", escribió Julien Benda en sus memorias, "estábamos convencidos de que la era de las guerras había concluido". Ciertamente, el fin de siglo había propiciado la aparición de movimientos intelectuales fascinados por la estética de la decadencia, como revelaba el interés tan extendido entonces por temas como el suicidio, la histeria, la criminalidad y la psicopatología sexual. Pero también suscitó una verdadera exaltación de lo nuevo. Nunca como en la última década del siglo XIX se usó tanto ese vocablo: se hablaba de nueva edad, nuevo teatro, nuevo estilo, revistas nuevas; el art nouveau, por citar un solo ejemplo, surgió en torno a 1890-1893. La Europa de fin del XIX vivía, como ilustran los testimonios de Russell y Benda, instalada en la idea de progreso, asociada en política a monarquismo constitucional y liberal: en 1911, el historiador de Oxford H. A. L. Fisher pudo escribir que el republicanismo había muerto en Europa porque la Monarquía había hecho suyos sus ideales.Como es bien sabido, la I Guerra Mundial destruyó la confianza que los europeos habían tenido hasta entonces en su propia civilización, como revelaban por seguir con ejemplos de la vida cultural, libros como La decadencia de Occidente, de Spengler; La tierra baldía, de T. S. Eliot, y, si se quiere, como La rebelión de las masas, de Ortega. Contra lo que se pensó, el fin de la guerra trajo, al cabo de unos pocos años, el triunfo de la dictadura. Entre 1917 y 1940 y sólo en Europa, se establecieron dictaduras en Rusia, Hungría, Italia, España, Portugal, Polonia, Lituania, Yugoslavia, Alemania, Austria, Letonia, Estonia, Bulgaria, Grecia y Rumania. La dictadura adquirió, además, un grado inusitado de respetabilidad intelectual y política. Carl Schmitt, por ejemplo, escribió en 1921 que la dictadura no era ni arbitraria ni caprichosa, sino que a menudo resultaba necesaria para crear un orden político nuevo. Mucha gente llegó a la convicción -sinceramente, además- de que el parlamentarismo. era incapaz de regular los graves conflictos de intereses y de poder que definían a las modernas sociedades de masas.

El cambio de clima moral y político -del optimismo liberal victoriano al pesimismo autoritario de la posguerra- fue ciertamente asombroso y decisivo. Un cambio tal nos parecería actualmente irrepetible. Se dirá, además, que hoy nadie cree ingenuamente en la idea de progreso y que el hombre de fines del siglo XX vive sumido en el pesimismo y en la incertidumbre moral. Pero en dos aspectos compartimos algo del optimismo decimonónico. En el fondo, se piensa que, tras el derrumbamiento del comunismo, la democracia y el liberalismo habrán de ser en el futuro las únicas formas de legitimación política: y aunque estallen aquí y allá conflictos armados de gran violencia, se nos antoja, o eso parece, que por lo menos la era de las guerras mundiales ha concluido.

Pero no es seguro que eso vaya a ser así. El auge de las dictaduras en los años 1920-1940 no fue sólo consecuencia, como suele creerse, de la crisis provocada por la I Guerra Mundial. El muy inteligente historiador francés Elie Halèvy (1870-1937), en unas resonantes conferencias que pronunció en Oxford en 1926, había ya individualizado las fuerzas colectivas que, en su opinión, habían conducido a la catástrofe (que él llamó la era de las tiranías). Su tesis era que la naturaleza ambigua de las ideas socialistas más el avance del poder del Estado habían hecho que individualismo y liberalismo dejaran de ser la base de la legitimidad del poder; el nacionalismo había trabajado, antes de 1914, para la guerra y el socialismo, para la revolución; guerra y revolución habían convergido en la crisis de 1914-1918 y de allí habían nacido precisamente las dictaduras que configuraban, la era de las tiranías.

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Se dirá -al margen de lo que pueda tener de errónea la tesis de Halèvy- que hoy la situación es muy diferente. Y en efecto, lo es. Pero también existen y actúan fuerzas colectivas realmente amenazantes. El colapso del comunismo ha traído -en Yugoslavia, en Rusia- la irrupción de nacionalismos étnico-lingüísticos, causa siempre de masacres y violencias; el fundamentalismo religioso puede alejar irreversiblemente a la civilización islámica, en otro tiempo tan exquisita y refinada, de toda posibilidad liberal y tolerante. En el mundo occidental, el bienestar económico y social de las masas ha traído aparejado un crecimiento desmesurado del poder burocrático y administrativo del Estado y un evidente relativismo moral.

Qué pueda resultar de todo ello, nadie lo sabe con seguridad ni puede saberlo. Por lo general, en los últimos cuarenta o cincuenta años, los responsables de la vida pública han dado en todas partes atención prioritaria a los problemas económicos, lo que parece razonable y necesario. Pero ninguna transformación económica ha sido nunca estable: si no se ha fundamentado en cambios morales. Precisamente, es al revés (como muy bien observaba el antes citado Julien Benda en su Discurso a la nación europea, el pequeño y lúcido ensayo que escribió en 1933): es el cambio moral el que produce verdaderamente el cambio económico. Más aún; la crisis que la democracia experimentó en toda Europa en la primera mitad del siglo XX, en la era de las dictaduras, fue esencialmente una crisis moral, una pérdida de fe en los valores últimos de la libertad y del pluralismo.

Éstas no son ya afirmaciones que resulten ajenas a las preocupaciones de esta hora. Burckhardt, el gran historiador suizo, había dicho allá hacia 1870 que "el siglo XX " vería "al poder absoluto levantar otra vez su horrible cabeza". El optimismo liberal y científico de su tiempo le ignoró por completo. Pero fue él, Burckhardt, quien acertó plenamente, dando así, sin saberlo, la razón a Cánovas del Castillo, que solía decir que los optimistas no le parecían los peores de los hombres, pero sí los más peligrosos.

Juan Pablo Fusi Aizpúrua es catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid.

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