Tribuna:

El acueducto

Apenas salidos del largo puente de Todos los Santos, en el que los vivos recuerdan a sus muertos, los españoles empiezan ya a hacer planes viajeros para sobrevolar el majestuoso acueducto construido por la estratégica colocación del aniversario de la Constitución y de la festividad de la Inmaculada Concepción, dentro de la segunda semana de diciembre. Desde Cualquier punto de vista que no sea el Derecho a la pereza teorizado por el yerno de Carlos Marx, la declaración como feriados del martes 6 y el jueves 8 del último mes de 1994 parece un rumboso disparate. El Gobierno trató de impone...

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Apenas salidos del largo puente de Todos los Santos, en el que los vivos recuerdan a sus muertos, los españoles empiezan ya a hacer planes viajeros para sobrevolar el majestuoso acueducto construido por la estratégica colocación del aniversario de la Constitución y de la festividad de la Inmaculada Concepción, dentro de la segunda semana de diciembre. Desde Cualquier punto de vista que no sea el Derecho a la pereza teorizado por el yerno de Carlos Marx, la declaración como feriados del martes 6 y el jueves 8 del último mes de 1994 parece un rumboso disparate. El Gobierno trató de imponer el buen sentido para evitar ese despilfarro de productividad en vísperas de las navidades; pero la jerarquía eclesiástica puso pie en pared al declarar innegociable el traslado de la festividad de la Purísima a cualquier otro día de la semana.Ese 8 de diciembre, tan celosamente protegido por la Iglesia, no conmemora el nacimiento de María ni tampoco cualquier otro acontecimiento relacionado con la vida matrimonial de san Joaquín y santa Ana. Se trata sólo del día de 1854 en que Pío E X proclamó -a través de la bula Innefabilis Deus- que la Inmaculada Concepción es un dogma de fe; a partir, de esa fecha, todos los católicos deben creer que la madre de Jesús de Nazareth nació libre del pecado original. La decisión pontificia cerró así una larga y apasionada disputa teológica que había brindado a los más insignes doctores el de la Iglesia excelentes oportunidades para lucir sus saberes; mientras Tomás de Aquino y sus glosadores negaban que María fuese preservada por Dios del pecado el de Adán desde el momento mismo en que fue concebida, Duns Scoto abogaba en favor de esa tesis.

La falta de consenso teológico ayuda a explicar que el dogma de la Purísima a tardase tantos siglos en obtener el marchamo papal, pese a su gran popularidad dentro de la cristiandad; por ejemplo, la piadosa devoción mariana había orientado el talento pictórico del sevillano Bartolomé Esteban Murillo hacia esas múltiples figuraciones de la Inmaculada que han servido de abusivo material iconográfico a los fabricantes de cromos, estampitas y calendarios. Marcelino Menéndez y Pelayo afirma que esa creencia ha bía tenido un especial arraigo en España, "nación devotísima entre las más devotas de la Virgen" y escenario de "bravas batallas" en favor del dogma; la Historia de los heterodoxos españoles, al tiempo que propina un capón al turbulento e indisciplinado fray Braulio Morgáez por persistir en el error después de la bula papal, recuerda que el dogma de la Purísima había sido materia de juramento en nuestras universidades y órdenes militares.

En cualquier caso, ese dogma de fe, discutido durante casi diecinueve siglos, compromete sólo a los católicos. La Constitución de 1978, en cambio, es la clave de arco de nuestro sistema político, que alberga a creyentes y agnósticos, a cristianos, musulmanes y budistas, a protestantes y católicos. Quizá Adolfo Suárez cometió una imprudencia al convocar el referéndum constitucional para el 6 de diciembre de 1978, tan cerca de la fecha consagrada a conmemorar la bula promulgada por Pío IX en 1854: la rigidez de la jerarquía eclesiástica en la defensa de sus fueros es sobradamente conocida. También se hubiese podido elegir otra fecha para rendir homenaje a la norma que enterró al franquismo y legitimó democráticamente a la Monarquía: por ejemplo, el día en que las Cortes votaron su redacción definitiva o en que el Rey rubricó su texto ante el Congreso. En cualquier caso, los hábitos de la tolerancia (y, de paso, la salud de la economía.) quedarían reforzados si la jerarquía eclesiástica, tuviese la generosidad de hacer un gesto conciliatorio hacia la Constitución y hacia los españoles no creyentes o creyentes en otras religiones; una cortesía, por lo demás, que libraría a la Inmaculada Concepción de la pesada tarea de contribuir a los trabajos de albañilería para la erección de un largo y costoso puente.

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