Tribuna:

Hiperrealismo mágico

Podrían mejorar sensiblemente las discusiones del país mediante el hábito de la aplicación del realismo crítico, la disciplina de observar con atención y registrar escrupulosamente los hechos, y aprender de la experiencia. Esto no es fácil. A veces las gentes prefieren sustituir la realidad por las palabras, o las sombras platónicas. Habituados a la caverna, temen la luz; usan palabras e imaginan que si con ellas manipulan las sombras, llegan a las cosas mismas.Como es sabido, el "sentido de la realidad" se adquiere o se pierde, se agudiza o se mitiga, como consecuencia de una serie de experie...

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Podrían mejorar sensiblemente las discusiones del país mediante el hábito de la aplicación del realismo crítico, la disciplina de observar con atención y registrar escrupulosamente los hechos, y aprender de la experiencia. Esto no es fácil. A veces las gentes prefieren sustituir la realidad por las palabras, o las sombras platónicas. Habituados a la caverna, temen la luz; usan palabras e imaginan que si con ellas manipulan las sombras, llegan a las cosas mismas.Como es sabido, el "sentido de la realidad" se adquiere o se pierde, se agudiza o se mitiga, como consecuencia de una serie de experiencias, y depende de muchos factores. En España, la disposición al "pensamiento. mágico" ha solido ser grande en determinados círculos de intelectuales, clérigos, burócratas y profesionales (no entre los campesinos, por ejemplo) durante mucho tiempo. Recordemos que para muchos observadores el mundo de corte y pluma madrileño del siglo XVII era un mundo de alucinados, y parte de nuestra mejor literatura de la época (la de Cervantes como la de Gracián) parece testimonio de una interpretación semejante; y, por poner un ejemplo más cerca de nosotros, cabe entender las pasiones ciudadanas que abocaron a nuestra guerra civil como impulsadas por mezclas en dosis variables de estrategias con alucinaciones. El propio choque de la guerra pudo quebrar, en cierto modo, la capacidad de cope with reality o vivir en la realidad con cierto impulso, de muchos españoles, que sobrevivieron en los años siguientes, derrotados o desmoralizados, soportando la durísima realidad de los cuarenta y (primeros) cincuenta, en un clima oficial de retórica grandilocuente (y alucinada).

Sin que trate de hacer aquí la génesis del sentido de la realidad de la generación universitaria de 1956-1968, protagonista hasta cierto. punto de las últimas décadas, conviene reseñar algunas de sus disposiciones irrealistas. Su enfrentamiento con la realidad se produjo en un clima más protegido de lo que ella quisiera reconocer. Su medio familiar la protegió de las dificultades económicas, pero no sólo de ellas. Como hija de una generación de clases medias muy respetuosas del Estado franquista, la del 1956-1968 gozó de la semitolerancia (perpleja, irritada, errática) de éste a su disidencia política durante la fase crítica inicial. Se benefició también de un círculo protector y amortiguador de Agresiones externas, consistente en colegios mayores, organizaciones católicas y redes culturales. En ese medio, se acostumbró a prácticas de manipulación de la realidad simbólica como si de este modo pudiera afectar la realidad efectiva. Construyó un imaginario donde todavía se hablaba de hacer la reforma agraria de los años treinta, o se diagnosticaba la crisis inminente del capitalismo, o se decía representar un proletariado revolucionario. Usando metonimias, la parte por el todo, sus miembros creían, o actuaban como si creyeran, que tener unos proletarios en las filas de la organización era tener la clase obrera; o incluso que tener un estudiante de voz ronca o rota y acento, un poco espeso, de la región adecuada, era tener Ia voz de la mina".

Estos ligerísimos apuntes no tienen otra función que la de sugerir pistas para entender la génesis del fenómeno de la dificultad considerable de los españoles, políticos o n o, de los setenta y de los ochenta para encarar la realidad de las cosas, y darles sus nombres propios. Pensemos, por ejemplo, en la dificultad que se deriva del rechazo a reconocer que una buena parte de la economía, es economía subterránea (y distorsiona por ello todas las estadísticas, incluida la del paro), y del rechazo a hacer luz sobre ella y a reconocer que existe gracias a que las reglas de juego de la economía oficial o declarada (legislación sobre mercado de trabajo, seguridad social y salario mínimo) favorecen o incentivan su existencia. Se actúa como si se. pensara que, al no nombrarla y mantenerla en la sombra, esa realidad dejara de existir.

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Señalemos, asimismo, cómo el país se ha acostumbrado a una curiosa manera de dirimir el problema de la responsabilidad de los dirigentes por sus actos. Por una parte, los dirigentes tienden a eludirla mediante manipulaciones simbólicas. Un líder político puede decir "asumo mi responsabilidad política "queriendo decir con ello simplemente que "asumo la responsabilidad de decir que asumo la responsabilidad", es decir: desconectando sus, palabras de su referente extralingüístico. Y esa trampa a las reglas de una comunicación razonable puede ser acogida por medios influyentes de la comunicación social con un silencio y una sonrisa, como una astucia digna de estimación. Un líder empresarial puede vulnerar sistemáticamente las reglas de juego de la actividad financiera, y esperar sin embargo ganar tiempo, o conseguir su impunidad mediante el, procedimiento de intentar controlar la opinión que el público se pueda hacer de él a través de una operación de relaciones públicas, durante varios años.Todas estas "estratagemas convencionalistas" (por usar el término popperiano) de elusión de la prueba o la hora de la verdad o el choque de la realidad pueden tener éxito, y lo tienen durante bastante tiempo, porque el país parece carecer de instituciones que acostumbren al público a estar alerta, exigir informaciones precisas y probadas, y establecer así, también, responsabilidades específicas. El funcionamiento real del aparato de justicia o del periodismo no ha sido tal que favoreciera el desarrollo de esos hábitos. En el caso de la justicia, por su tardanza en actuar. En el del periodismo, por la laxitud de sus métodos de comprobación de la información. El resultado es un clima de opinión que tiende al desconcierto, donde las informaciones precisas pueden quedar fácilmente sumergidas en un medio de rumores, sospechas, acusaciones, desmentidos, silencios y olvidos.

En este desconcierto, hay lugar para que el público acepte fácilmente dos variedades del pensamiento mágico como son el pensamiento conspiratorio y el pensamiento tribal. Los dos simplifican el esfuerzo del público para el entendimiento de situaciones complejas, y son, también de recurso muy fácil para la clase política. En España, su uso es frecuente, y su éxito, considerable. Para gentes que no acaban de entender el funcionamiento de los órdenes extensos y abiertos, como puedan serlo los mercados (en parte) y otras muchas formas de coordinación de la vida social, política y cultural, es lógico imaginar que el mundo se mueve a, golpe de acuerdos entre los poderosos. Esos acuerdos pueden ser, pactos visibles, o arreglos secretos. El pensamiento conspiratorio desorbita sistemáticamente la importancia de estos arreglos (que, por supuesto, existen). El pensamiento tribal reduce los costes de razonamiento de las gentes por el procedimiento de centrar su atención en la tribu que defiende cada uno de los argumentos, e instar a que cada cual, simplemente, se coloque en la tribu correspondiente y haga suyo su argumento. El argumento tribal se convierte así en una invocación a la solidaridad de la tribu frente a la tribu adversaria.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que el uso de éstas y otras formas de pensamiento mágico no, es óbice para que no persiga cada cual su interés peculiar, político o económico, con determinación y con astucia.Todas las divagaciones simbólicas inimaginables no enturbian la visión para el ardid con el que ganar una elección o hacer un negocio, o llegar a un puesto. En otras palabras: el medio puede ser vaporoso, pero los detalles se perciben con acuidad. El resultado es lo que podríamos llamar una esfera pública dominada por el lenguaje del hiperrealismo mágico. Como en ése tipo de pintura (por cierto, muy apreciada en esta época, del país), trozos precisos de realidad vagan o flotan en un paisaje de palabras innecesarias e inconexas. Es un lenguaje político (y no sólo político) carente de sintaxis.

Este hiperrealismo mágico

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se corresponde con una lectura estática de la realidad y una percepción del tiempo como si transcurriera a un ritmo muy lento. Quizá ello tenga que ver con la experiencia del tiempo de una generación que hubo de esperar pacientemente la acción de la naturaleza, en este caso la muerte biológica de un dictador, para realizar el añorado cambio de régimen político. Quizá tenga que ver con otros varios referentes en la memoria colectiva de los españoles. Lo cierto es que la clase política de estos años ha mostrado una tendencia a tomar las decisiones con bastante retraso. Es como si careciera del sentido del kairos para apresar la oportunidad única del momento. Su procrastinación ha sido notoria respecto a casi todos los problemas centrales de las políticas públicas: en la política de mercados de. trabajo, de gasto público- de los, medios audiovistiales y las telecomunicaciones, autonómica, sanitaria u otras. Ha tendido a actuar como si el tiempo no contara, justo en el momento en el que la integración de España en la economía y la sociedad internacional ha acelerado el ritmo de los acontecimientos.

Ocurre, sin embargo, que las gentes proclives al pensamiento mágico tienden a no vivir en un tiempo real, sino en uno imaginario relativamente estático. Y ello está relacionado con su tendencia a entender el poder que puedan tener no como una capacidad para resolver problemas a cada paso, sino como una capacidad para ocupar un punto en el espacio (que ningún otro puede ocupar al tiempo) desde donde desplegar los símbolos de su importancia. Por eso creen que son tan importantes las leyes, aunque no se lleven a la práctica, y las promesas, aunque no se cumplan. Porque para esas personas, y para quienes les siguen y les aceptan, leyes y promesas son, no instrumentos para resolver problemas, sino expresiones de un deseo de hacerse respetar.

Víctor Pérez Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid

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