Tribuna:

Carta a mi compañero

Me pregunto, amor, si todo esto no es un sueño, una pesadilla, un ir atrás y volver a esta realidad tan dura, tan personal. Mirar el futuro, y nuestros hijos y yo aceptar la realidad.Me preguntaba si valió la pena estar en un país que es parte nuestra y no lo es, con la mitad de mi sangre española -la de mi padre- y la otra mitad india -la de mi madre-, y tu mezcla de abuela catalana y uruguaya, estas mezclas forzadas, dolorosas. Camino por la casa con un vacío enorme, encontrándome con tus palabras en todos los papeles; en la cocina, la cobaya pide su lechuga, y los perros esperan que les des...

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Me pregunto, amor, si todo esto no es un sueño, una pesadilla, un ir atrás y volver a esta realidad tan dura, tan personal. Mirar el futuro, y nuestros hijos y yo aceptar la realidad.Me preguntaba si valió la pena estar en un país que es parte nuestra y no lo es, con la mitad de mi sangre española -la de mi padre- y la otra mitad india -la de mi madre-, y tu mezcla de abuela catalana y uruguaya, estas mezclas forzadas, dolorosas. Camino por la casa con un vacío enorme, encontrándome con tus palabras en todos los papeles; en la cocina, la cobaya pide su lechuga, y los perros esperan que les des el arroz de todas las mañanas y te buscan como te buscamos nosotros, mientras la vida se nubla en la higuera y en el ciruelo.

Me pregunto si valió la pena llegar a este país hace 20 años, con una maleta, un niño de ocho meses, dos guitarras, la liberación en el alma, la alegría de haber escapado de las garras de una dictadura monstruosa, criminal, y el dolor por aquellos amigos que quedaban y las familias que pagaron su pecado (Videla estaba con Dios), digo, el pecado de luchar contra las injusticias, luchar por los derechos humanos, por el amor, la igualdad y el deber de vivir por y para los demás, y que ha sido y sigue siendo nuestra religión. Llegar a España; llorar de alegría en una habitación de una pensión; dejar al niño al cuidado de manos fraternas; caminar por las calles sin temor, calles limpias, orden, ropas tendidas en las ventanas, puertas abiertas... Brindábamos con un poco de jamón y unos chatitos por este sueño. Mientras Franco, con su muerte en la mano, sentenciaba los últimos fusilamientos de Burgos, un escalofrío nos recorrió el cuerpo y entendimos ese silencio, ese orden que los españoles llevaban marcado desde hacía 40 años en el alma, en la frente. Nuestros amigos más amigos nos escribían desde allá, desesperados, para unirse aquí con nosotros y liberarse ellos también, y vinieron muchos, no les abandonamos, y entendimos cuál era el mensaje necesario en aquel momento. Gritamos nuestro Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, y los españoles -que se sintieron identificados con lo que decíamos- gritaron con nosotros nuestra Carta a un soldado, nuestro Caraballo, y la palabra de Pablo Neruda con la tuya se hermanaba, y nuestra música y nuestras voces, todo se unía, y éramos varios, muchos.

Y extraño fue aquello: no había censura para nosotros, éramos sudamericanos (sudacas fuimos después, con los socialistas), y tuvimos grandes amigos españoles, seguidores de nuestro que hacer. Y la crítica, y los medios, todos nos favorecían. Pero murió Franco y vino el cambio. Empezaba España a vestir nuevas ropas: la democracia esperada por todos, por todos y por nosotros también, que habíamos puesto nuestro granito de arena para que así fuera. Y seguimos cantando al amor, a la belleza, contra las injusticias (ya lo he dicho: ésa es nuestra religión), y fuimos tozudos sin darnos mucha cuenta de que a nuestro alrededor todo cambiaba: aquel abrazo fraternal se convertía en picor, en molestia; empezábamos a molestar: éramos el pasado, y aquí se vivía la euforia, ya no existían los pobres, los olvidados, los parados, los gitanos excomulgados por una sociedad racista. No existía nada, cada año más olvido, cada año tú te agobiabas más, y el asma -tu compañera de toda la vida- aparecía cada, vez más cruel. Claro: el aire se empezaba a viciar, estaba impuro.

La angustia más tremenda la sentimos aquella vez por tener la osadía de pedir a los compañeros de otros tiempos, y que ahora eran los señores del poder, una subvención para aquel espectáculo Don Cristóbal de los pájaros -que quería limpiar la vergüenza de esos actos ostentosos del V Centenario denigrante-, en el que tú les imprimiste hasta belleza a esas gentes que fueron a conquistar (una palabra que me ha resultado maldita, será por mi sangre india). Y no gustaba esa idea, y triunfó la mentira, la farsa, una estafa moral a la dignidad humana, que fue la piedra fundamental para tu desmoronamiento. Y allí empezaron tus enfermedades, que duraron cinco años de hospitales, operaciones y angustias económicas. Pero a pesar de esto seguimos cantando al amor, contra la marginación, contra la injusticia, contra las injusticias del mundo.

Nosotros veníamos de países donde el abrazo va unido al corazón, sin olvidarlo al día siguiente; y me extraña escuchar ahora a algunos españoles, cantantes, artistas, que van a nuestros países y se admiran por el recibimiento de nuestras gentes -acostumbrados los españoles ya tenían que estar, por ser uno de los países de más emigración en el mundo entero- y el amor que les profesan en todos lados y el respeto a la labor que hacen.

Aquí jamás nos llamaron para participar en ningún homenaje a Pablo Neruda. ¿Quién cantó en esta España tanto a nuestro poeta como nosotros? En muy pocas ocasiones, por no decir alguna vez, compartimos un escenario con los españoles colegas de luchas anteriores, y no hablo de los de siempre, de los amigos que siempre están, sino de aquellos que hoy van a Cuba, a México, a Argentina, cantando la rebeldía de una manera que ellos creen que es nueva. Nosotros hace años, treinta años, gritábamos denunciando bloqueos e injusticias, y hoy se siente un olor a oportunismo, cantan sus canciones -sus rancheras mexicanas- con textos y músicas de cartón piedra. Nosotros seguimos siendo caducos y tristes.

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Tu vida, mi amor, no se la llevó el asma, sino la indiferencia, como lo dejaste escrito en uno de tus últimos poemas. El insulto mayor que puede recibir un hombre en su dignidad es la indiferencia. La noche antes, estuvimos dando nuestro último recital en el teatro Príncipe, a 14 personas puestas en pie que gritaban "¡Bravo!" (todavía tenemos 14 personas con nosotros), y una de ellas gritó: "Las butacas tendrían que pagar vuestra labor".

Yo seguiré cantando algún día en solitario, ya que al irte tú te has llevado el dúo, nuestras voces; y cantaré a un espectador y a las butacas vacías, mientras tú, en tu carro de troncos, surcarás el espacio azuzando a los caballos, para que el homenaje que los amigos de siempre, los amigos del alma, te ofrecerán, también sea tu homenaje a todos los artistas solitarios -españoles, sudacas, africanos...- que luchan en este país de poca memoria por una forma más digna de vivir. Ojalá nos dejen un espacio pequeño para poder respirar y vivir sin esta vergüenza que ahora tiene mi sangre india de su mitad española.

Olga Manzano, cantante, ha formado dúo con su marido, Manuel Picón, recientemente fallecido.

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