Tribuna:

Nuestros símbolos

A nadie se le oculta que la verdadera cultura de un país depende más de la calle, las escuelas, las universidades, las bibliotecas y los museos que de sus símbolos, sus personajes más gritones, sus fastos y exposiciones más llamativas, sus premios Nobel o sus ministros del ramo. Excepto en aquellos casos en que esa verdadera cultura no existe, y entonces no hay más remedio que echar un vistazo a los símbolos para hacerse una idea. El Gobierno socialista, con la inestimable ayuda de la oposición conservadora, tan semejante a su enemigo que parece colaboracionista, ha logrado en 12 años q...

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A nadie se le oculta que la verdadera cultura de un país depende más de la calle, las escuelas, las universidades, las bibliotecas y los museos que de sus símbolos, sus personajes más gritones, sus fastos y exposiciones más llamativas, sus premios Nobel o sus ministros del ramo. Excepto en aquellos casos en que esa verdadera cultura no existe, y entonces no hay más remedio que echar un vistazo a los símbolos para hacerse una idea. El Gobierno socialista, con la inestimable ayuda de la oposición conservadora, tan semejante a su enemigo que parece colaboracionista, ha logrado en 12 años que nuestras calles sean -sobre todo las de Madrid- las más sucias, ruidosas, desagradables, mal educadas y destripadas de Europa; ha desquiciado a las escuelas y a sus torturados profesores, que huyen de allí a la menor oportunidad buscando cualquier otro empleo que les dé más dinero y respetabilidad; ha coronado con éxito la tarea iniciada en 1939 para domesticar la Universidad a base de inyecciones continuas de mediocridad, endogamia y chalaneo; ha conseguido que las bibliotecas sigan siendo casi tan escasas, pobres e inútiles como en el franquismo, y ha convertido nuestros deteriorados museos en canchas predilectas de las vanidades, lugares perpetuamente descabezados (a lo sumo asoman rizos).Los símbolos, en contra de lo que a menudo se afirma, sólo adquieren importancia o son en verdad significativos cuando ya no queda nada más, y por tanto tienen que dejar de ser símbolos momentáneamente. Lo interesante de ellos es que puedan ser algo más si la ocasión lo requiere. El máximo de que disponemos, el Rey, fue alguien hacia quien sobre todo valió la pena volver la vista cuando el 23 de febrero de 1981 no quedaba nadie más. Y valió la pena por eso, porque entonces se vio obligado a llenar un vacío y a dejar dé ser mera figura, y pudimos saber a qué atenernos. Del mismo modo, esos símbolos chillones a los que en circunstancias mejores no habría ni que prestar atención se convierten ahora en auténticas señales, en los únicos indicios del estado cultural de nuestro país. Y "Jesús, Jesús, las cosas que hemos visto", como repetía maese Shallow al Falstaff de Orson Welles.

Van quedando en la retina algunas imágenes recientes: veo a dos ministras disfrazadas de Lola Flores flanqueando y condecorando a la propia Lola Flores; esto lo he visto yo antes, cuando era niño: la misma señora y el mismo país. Veo también por doquier al toro de Osborne de nuestras carreteras, que no molesta a nadie y un ministro con obsesiones reguladoras quiere hacer retirar; no tiene razón, pero no se veía tal ajetreo de fuerzas vivas en defensa de nada desde hacía lustros (desde luego, no de las catedrales); será que el toro es de la misma madera, asimismo un símbolo, y de tal magnitud que un director de cine va. a comprarlos todos para su finca, el mismo, por cierto, que nos ha representado en Venecia y cuya declaración más inteligente y ufana durante el festival ha sido: "El pedo es algo típicamente catalán" (?) (No he visto protestar por la ofensiva frase a ninguna autoridad de esa nación, luego quizá encierre alguna incomprensible verdad). Veo a nuestro premio Nobel avisando a los fotógrafos para que lo inmortalicen mientras hace de cometa sobre las aguas (o tal vez de globo), y la imagen me transporta también a la infancia: en efecto, es el mismo señor que lleva 50 años exigiendo que se le rían las gracias; compruebo con satisfacción que todavía se le complace, no todas las tradiciones están olvidadas. Durante varios días, los periódicos -éste el primero- dedican páginas enteras a un asunto apasionante: a un crítico teatral no lo han invitado a un estreno. El autor de la pieza dramática de la discordia, hombre finísimo, hace por su parte unas declaraciones de gran brillantez y educación: "No tengo nada que ver con este coño que habéis formado", les dice tajante a los periodistas. Se demuestra el considerable plagio cometido por un famoso novelista municipal; en otros países eso habría acabado con su carrera literaria, pero veo con alivio que el cronista calla al respecto y permanece en su puesto, inalterado, dando además sus habituales mandobles aquí y allá y sin que falte quien diga la sandez de tumo: "Toda literatura es plagio", trivialidades así. La lista de imágenes, la lista de símbolos sería interminable y no quiero deprimir más de la cuenta, porque es lo que nos dice a qué atenernos. Por el contrario, busco algo con que levantar el ánimo antes de terminar y lo encuentro, quién lo diría, en medio de la reyerta de los museos, pues hay uno nuevo que de momento está en paz y a salvo de las rizadas furias. Y es ahora cuando me doy cuenta de que el símbolo más digno de nuestra cultura es, hoy por hoy, Tita Cervera. No sé si he levantado el ánimo. De verdad, espero que sí.

Javier Marías es escritor.

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