Tribuna:

Carlota Fainberg

Venía sonriéndome con un can de refresco en cada mano, con un traje azul marino que le estaba un poco demasiado justo y un opulento abrigo echado sobre los hombros de una manera que me pareció más bien old fashioned, como se lo ponía mi padre cuando yo era pequeño. Tenía, calculé, unos cuarenta y tantos años, y en su corpulencia todavía ágil se advertía la discordia entre el gusto por la buena vida y la moderna obsesión por el fitness: hombros anchos, vientre pronunciado, rostro atezado y carnoso, andares enérgicos. Me tendió mi Diet Pepsi y al sentarse a mi lado señaló con la suya, todavía si...

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Venía sonriéndome con un can de refresco en cada mano, con un traje azul marino que le estaba un poco demasiado justo y un opulento abrigo echado sobre los hombros de una manera que me pareció más bien old fashioned, como se lo ponía mi padre cuando yo era pequeño. Tenía, calculé, unos cuarenta y tantos años, y en su corpulencia todavía ágil se advertía la discordia entre el gusto por la buena vida y la moderna obsesión por el fitness: hombros anchos, vientre pronunciado, rostro atezado y carnoso, andares enérgicos. Me tendió mi Diet Pepsi y al sentarse a mi lado señaló con la suya, todavía sin abrir, en dirección al ventanal inmenso donde ya casi empezaba a oscurecer: empujada por el viento, la nieve, en la luz gradualmente escasa, cobraba una fosforescencia sucia.-Hay que ver -me dijo, entornando los ojos, no sé si soñadoramente o por culpa de la fatiga (una de las más irritantes deficiencias del español es que usa la misma palabra para acciones verbales tan distintas entre sí como to sleep y to dream)-. Parece mentira. Nosotros aquí perdidos en una tormenta de nieve, y en Miami, ahora mismo, todas esas chiquitas rubias bañándose...

En los monitores de vídeo se alternaban los mapas meteorológicos de la East Coast y las columnas de horarios de vuelos junto a los que parpadeaban signos de delayed o cancelled. Los locutores de los noticiarios ya hablaban de la tormenta de nieve llamándole Blizzard'94, como si fuera un acontecimiento deportivo o uno de esos megahits del grandioso show bizz norteamericano. Afuera, en las Pistas de aterrizaje borradas por la niebla y la nieve, el viento alcanzaba temperaturas polares, pero el interior del aeropuerto estaba tan insanamente overheated que Abengoa y yo habíamos acabado por quitamos los abrigos y aflojamos los nudos de las corbatas. Con esa típica inconsecuencia estadounidense, una chica muy gorda, con jeans y t-shirt, lamía un montañoso ice cream. apoyándose en el muro de cristal, de espaldas al espectáculo ártico de la tormenta. Abengoa la miré con cara de pena. Miraba exactamente a todas las mujeres, calibrándolas de arriba abajo en fracciones de segundo, en parpadeos tan rápidos como los de una Polaroid.

-Para, mujeres las de Buenos Aires, Claudio, ya lo verás cuando llegues. Inolvidables. Espectaculares. Matrícula de honor. He recorrido medio mundo, y puedo decirte que la calidad de la pierna femenina en el Río de la Plata es insuperable. Y luego está cómo se visten, las faldas que se ponen, los tacones altos... ¿Tú te has dado cuenta de que en todas las horas que llevamos sentados aquí no ha pasado ni una sola mujer con tacones?

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No me había dado cuenta, claro. Uno se va haciendo poco a poco a la vida de aquí, y cuando vuelve a España ya encuentra algo upsetting qué las mujeres se pinten los labios y se pongan tacones y faldas ajustadas para hacer el shopping en la mantequería de la esquina, o que las chicas acudan a la junior high school maquilladas como gheisas. Por lo demás, hablar de mujeres en términos físicos era algo que me sonaba igual de antiguo que el abrigo echado por los hombros de mi padre: mientras oía a Abengoa yo miraba instintivamente a mi alrededor, por miedo a que aquella conversación fuera sorprendida, como si estuviera en el departamento y algún faculty de género femenino fuese a acusarme de male chauvinism. Pero él, Abengoa, estaba claro que vivía en otro mundo, no sé si más feliz: su ignorancia de las temibles gender politics me pareció, contra mi voluntad, tan saludable como su desenvoltura de narrador inocente, o naif, para ser exactos.

-Las mujeres y los hoteles -me había dicho, bebiendo tan pensativamente como si probara un sorbo de vino, y esa declaración fue el principio de su confidencia, o de su relato, si una vez más he de aplicar el mot juste-. Esa es mi vida, Claudio, y a mi edad yo creo que ya no tengo remedio. A causa de una mujer y de un hotel no puedo volver a Buenos Aires...

Era de esas personas que buscan siempre corroboraciones materiales o documentales a lo que están diciendo: si aseguran que un poema o una música los emocionan, se remangan la camisa para que veamos cómo se les pone el pelo de punta; si nos cuentan que pertenecen a un club de aviación, o de pesca submarina, producen inmediatamente de un bolsillo la tarjeta que lo certifica. Abengoa, al hablarme del hotel Town Hall ("esos argentinos, siempre con la manía de ponerle nombres ingleses a todo") rebuscó en una bien surtida cartera hasta encontrar un calendario de algunos años atrás que tenía en el reverso la fatografía en color de un edificio muy lejanamente parecido al Waldorf Astoria, con un letrero vertical en la fachada que imitaba claramente el del Radio City. Era una foto nocturna, pero los colores del letrero luminoso y del cielo azul marino, así como la luz que procedía del vestíbulo y brillaba también en algunas ventanas tenían esa crudeza de las postales turísticas españolas de los primeros sesenta: justo cuando el bigote fino de mi padre aún era negro y salía a la calle con el abrigo encima de los hombros y un cigarrillo recién encendido en la boca.

-No te niego que desde fuera el edificio impresiona -qué raro, pensé mientras Abengoa me hablaba, que este hombre casi de mi edad esté haciéndome recordar a mi padre-, y que el hall, incluso los ascensores, si me apuras, a pesar de aquellos manubrios, tenían clase, como dice Mari Luz, que en cuanto vio aquellas maderas y aquellas alfombras se, quedó encantada. Pero no quiero contarte, Claudio, en qué estado se encontraban las habitaciones, sobre todo en los pisos más altos, en el piso quince, que fue a donde me mandaron, al extremo de un ala, como si el hotel estuviera lleno, aunque yo ya me había dado cuenta de que no podía haber más de cuatro o cinco habitaciones ocupadas, ¡cuatro o cinco de un total de novecientas! Los muebles de desecho, el cristal de la cómoda roto, la mesa de noche quemada de colillas, y también la colcha, claro, y la moqueta, tan raspada que se veía en algunos sitios la tarima de madera, y la televisión de aquellas en blanco y negro con la pantalla muy pequeña y como abombada, y del cuarto de baño ni te cuento, de una falta de profesionalidad vergonzosa, la ventana que no cerraba bien, la ducha de aquellas que antes llamábamos de alcachofa, toda oxidada, una pastilla de jabón a medio gastar, el papel higiénico áspero, de color oscuro, ya sabes, como antiguo, un verdadero mausoleo, y la cama un ataúd, y la ropa de cama una mortaja, pero todo, eso sí, de lujo, la cama queen size, la bañera doble cuerpo, el lavabo de mármol, los muebles con terminaciones de marfil y de aluminio, pero de un lujo, por lo menos, de hace sesenta años, y sin que tocaran ni arreglaran nada prácticamente desde en tonces, todo cayéndose, las puertas que no ajustaban, el somier hundido en el centro, la televisión con rayas, que había que darle un golpe para que se quedara quieta la imagen, y además sólo emitía tres o cuatro horas al día, por las restricciones eléctricas de entonces, que se iba la luz de: pronto y tardaba horas envolver, así que si un negocio no disponía de su propio generador iba a la ruina, se pudría la comida en los frigoríficos, se quedaba la gente atrapada en los ascensores o tenía que subir a pie diez o quince pisos...

No era sólo el hotel Town Hall, me contó Abengoa, era toda Buenos Aires cayéndose a pedazos, las aceras reventadas, tapadas con tablones, los cables ilegales del teléfono o de la electricidad que se quemaban de noche y se caían a la calle, los taxis viejos que casi se desguazaban con sólo cerrarlos de un portazo, las tiendas de Artículos de lujo de la calle Florida iluminadas por bujías o lámparas de keroseno en los atardeceres, la gente contando fajos de billetes usados enmedio de la calle o haciendo cola ante las puertas de los bancos.

-Yo me había citado con mi mujer en Buenos Aires, por aquello de conformarla un poco por tanto viaje, ya sabes, una segunda luna de miel, y además a ella le gustan mucho los tangos, ir al Viejo Almacén era el sueño de su vida, pues como para un japonés oír el concierto de Aranjuez en el mismo Aranjuez, como si dijéramos. Esto era un jueves, y ella iba a llegar el viernes, pero cuando vi el hotel estuve a punto de llamarla para que cancelara el billete. La llamé, ahora que me acuerdo, pero el teléfono no funcionaba, la gente robaba entonces los cables del teléfono para vender el cobre. Tampoco podía llamar al room service, en el caso de que lo hubiera, así que decidí salir a tomar algo antes de que se me hiciera más tarde, y mira por dónde justo cuando yo salí de mi habitación vi que se abría una puerta en el otro extremo de la planta. Cuál no sería mi sorpresa cuando en vez de una criada vieja, una mucama, como ellos dicen, o uno de esos clientes con cara de momia que hay en los hoteles antiguos, ¿saben a quién vi aparecer?

Dije que no con impaciencia, ya atrapado en el relato: en su manejo de las pausas Abengoa mostraba un perfecto control de los devices narrativos.

-A una tía de caerse de espaldas -continuó, triunfal-. A la mujer más guapa que he visto en mi vida.

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