Tribuna:

Mi tío Mario

La estancia milanesa de tío Mario fue muy distinta a la de los días que paso en Bolonia, en casa de tío Carlo. Y no porque tío Gino y su familia no se alegraran de verle, ni porque no se esforzaran por hacérsela agradable (de hecho, fueron todos muy cariñosos con él, desde tía Laura hasta el último sobrino, y tío Gino, que todavía estaba en activo, pidió permiso en la fábrica para poder dedicarle más tiempo), sino porque tío Mario tenía la cabeza en otra parte. La confesión de tío Carlo, en Bolonia, le había dejado tan aturdido como la de los médicos cuando le descubrieron el cáncer...

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La estancia milanesa de tío Mario fue muy distinta a la de los días que paso en Bolonia, en casa de tío Carlo. Y no porque tío Gino y su familia no se alegraran de verle, ni porque no se esforzaran por hacérsela agradable (de hecho, fueron todos muy cariñosos con él, desde tía Laura hasta el último sobrino, y tío Gino, que todavía estaba en activo, pidió permiso en la fábrica para poder dedicarle más tiempo), sino porque tío Mario tenía la cabeza en otra parte. La confesión de tío Carlo, en Bolonia, le había dejado tan aturdido como la de los médicos cuando le descubrieron el cáncer.Tío Gino, como tío Carlo, estaba, por su parte, feliz con su visita. Feliz y preocupado. Como vivía más lejos, veía menos a sus hermanos (a tío Mario, en concreto, más de diez años), pero ya conocía -por tío Vittorio- lo que le sucedía ,a su hermano. Tío Gino, el hombre, no sabía qué hacer para complacerle. Le enseñó la ciudad y los alrededores, le llevó a conocer todos los sitios, desde la Scala al estadio de San Siro (aunque napolitano, tío Mario era del Inter, al revés que tío Gino, que seguía siendo del Nápoles), le presentó a sus amigos, organizó varias cenas y comidas con los hermanos y parientes de tía Laura (que, aunque también eran del sur, de Calabria, vivían todos en Milán) e, incluso, le llevó a conocer la fábrica en la que trabajaba desde hacia años. Era una fábrica inmensa, en las afueras de la ciudad. Producía tractores y maquinaria agrícola y ocupaba a más de dos mil personas, la mayoría, como tío Gino, inmigrantes del sur de Italia. Tío Gino era uno de los muchos encargados.

-Es mi hermano -decía con orgullo, presentándole a sus compañeros mientras recorrían la fábrica.

Tío Mario se lo agradecía, y se esforzaba él también por complacer a su hermano, acompañándole a todos los sitios y aparentando interés por todo lo que éste le enseñaba pero se sentía solo y ajeno a lo que veía y, por primera vez en todo aquel tiempo, con ganas de volver a casa; no porque la echara de menos (de hecho, ni siquiera había llamado a tía Gigetta), sino porque allí se sentía un ex traño. Milán le parecía una ciudad muy triste (quizá porque él lo estaba) con sus edificios grises y sus fábricas inmensas, los milaneses le parecían muy arrogantes y los amigos y parientes de tío Gino, incluido éste, le producían una pena extraña. Todos eran del sur, de ciudades y pueblos pobres, pero que aún añoraban, todos trabajaban en alguna fábrica de aquéllas, ajustando tornillos o fabricando plásticos, todos tenían familias que ya no eran de ningún lado y todos vivían con ellas en alguno de aquellos edificios grises, sin mas amigos que sus parientes y compañeros y sin apenas contacto con los vecinos de una ciudad que, aunque les ha bía acogido y dado trabajo, en el fondo los despreciaba. Un día, paseando por vía Carducci, tío Mario vio un cartel en un muro que decía: El sur es África. Se quedó un rato mirándolo. Tío Gino, sin embargo, ni si quiera se fijó en él. Estaba ya harto de verlos, le dijo, incluso más insultantes.

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-¿Y dejáis que os llamen africanos? -le preguntó tío Mario, extrañado, mientras seguían andando. Tío Gino se encogió de hombros. Le contestó simplemente:

-Ya estamos acostumbrados.

Pero lo que de verdad ensombrecía la estancia milanesa de tío Mario no era Milán, ni los amigos y parientes de tío Gino, ni siquiera el recuerdo del cangrejo (siempre se lo imaginaba así) que le comía por dentro y que, mientras él iba de un lado a otro, se suponía que iría avanzando. Lo que ensombrecía a tío Mario, aparte de la niebla y del humo de las fábricas, era el recuerdo de Marcia, que le seguía allí donde iba y que a veces le asaltaba en plena noche mientras dormía en la habitación que sus sobrinos le habían dejado libre. Un recuerdo que llegaba acompañado normalmente del oleaje y la luz del mar y de las palabras repetidas e insistentes de tío Carlo:

-No te ha olvidado. Aunque te parezca imposible, después de tantos años, no te ha olvidado.

Una noche, tío Mario se levantó y se asomó a la ventana. Llevaba varias horas en la cama, pero, por más que quería, no podía conciliar el sueño. Las palabras de tío Carlo volvían una y otra vez a su cabeza y la imagen de Marcia se engrandecía, como en los sueños, a medida que la noche iba pasando. Afuera, la calle estaba desierta, iluminada sólo a lo lejos por los destellos de los semáforos y por los focos de algún coche que pasaba, sin meter ruido, de cuando en cuando. Supuso que sería alguno que volvía de divertirse o que, al contrario, se dirigía ya a su trabajo. El reloj marcaba ya las cinco de la mañana.Tío Mario volvió a la cama. Intentó de nuevo dormirse, pero se había desvelado del todo y permaneció ya así, con los ojos abiertos, hasta que amaneció, viendo la imagen de Marcia. Fue cuando decidió dar el paso que cambiaría su vida completamente.

Por la mañana, desde la cabina de bajo, llamó a Bolonia, a tío Carlo. Tía Laura había quedado preparando la comida y tío Gino estaba duchándose. Ese día se iban a Saló, a ver el lago de Garda.

La voz de tío Carlo sonó muy cerca, como siempre familiar y campechana.

-¿Qué tal, chico? ¿Cómo te tratan los polentones?

Se refería a los milaneses, pero también, por extensión, a la familia de tío Gino y de tía Laura. Para tío Carlo eran polentones, esto es, comedores de polenta y, en el lenguaje del sur, medio tontos, todos los que vivían de Bolonia para arriba, incluidos los inmigrantes.

-Bien, bien -le respondió tío Mario.

Y Gino? ¿Cómo está?

-Bien. Bien también -volvió a decirle tío Mario.

Tío Carlo empezó a hablar, como de costumbre, pero tío Mario le cortó para ir directo al grano:

-Carlo. Te llamo para pedirte el teléfono de Marcia. ¿Lo tienes?

Al otro lado de la línea telefónica, tío Carlo enmudeció un instante. No esperaba la pregunta de su hermano.

-¿Para qué lo quieres? -le preguntó, ya en tono mucho más serio, al cabo de unos segundos, aunque era obvio que la pregunta sobraba.

-Para llamarla -le respondió tío Mario.

Tío Carlo volvió a quedarse callado. Tío Mario oyó luego una serie de ruidos, como si tío Carlo estuviera buscando algo, y al cabo de unos instantes volvió a escucharle:

-¿Tienes para apuntar?

-Sí -respondió tío Mario.

Tío Carlo le dijo un número y tío Mario lo apuntó en una libreta. Luego, se despidió de su hermano dándole recuerdos para tía Mina y prometiéndole que le llamaría para contarle su conversación con Marcia.

-Supongo que sea ese número -dijo aún tío Carlo- Me lo dio la primera vez que llamó, pero yo nunca he llamado.

-En seguida lo sabré -dijo tío Mario.

Y, sin colgar el teléfono, marcó el número que su hermano acababa de darle.

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