Tribuna:

El último de los justos

Según extendida creencia, las amistades más firmes se forjan en la infancia y duran y resisten las pruebas más difíciles porque están amasadas con esa irrompible materia que son las ilusiones y la aventura exaltante de los primeros años de la vida, y los ritos compartidos de la adolescencia, edad en la que todo es o finge ser posible, en la que todas las puertas parecen abiertas, y cuyo recuerdo, más tarde, en frase de Albert Camus, subyuga y desespera. De ello deriva, sin duda, la otra suposición: que los mejores amigos son los contemporáneos, aquellos que, por formar parte de la misma genera...

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Según extendida creencia, las amistades más firmes se forjan en la infancia y duran y resisten las pruebas más difíciles porque están amasadas con esa irrompible materia que son las ilusiones y la aventura exaltante de los primeros años de la vida, y los ritos compartidos de la adolescencia, edad en la que todo es o finge ser posible, en la que todas las puertas parecen abiertas, y cuyo recuerdo, más tarde, en frase de Albert Camus, subyuga y desespera. De ello deriva, sin duda, la otra suposición: que los mejores amigos son los contemporáneos, aquellos que, por formar parte de la misma generación, vivieron y padecieron con nosotros las mismas grandezas y miserias (o la misma monótona sordidez) del paso de la historia.Pero con Luis Miró Quesada mi amistad se fraguó desobedeciendo ambas convenciones, pues nos hicimos amigos cuando hacía ya buen rato que ambos habíamos dejado atrás la juventud, y pese a haber nacido Cartucho (nunca he sabido quién ni por qué lo bautizó con ese apodo) veintidós años antes que yo. Ocurrió hace cuatro lustros, poco más o menos. Yo acababa de regresar a vivir al Perú, después de largo tiempo, y él pasaba en esos días momentos dificiles, pues la dictadura militar del general Velasco acababa de confiscar todos los diarios de Lima, entre ellos El Comercio, el más poderoso del país, y al que la familia Miró Quesada, propietaria de la empresa, debía en buena medida su rango y su fortuna. Tengo muy viva en la memoria aquella noche, en su estudio, en que pese a estar su padre preso -el célebre don Luis, de quien se decía que con un editorial tumbaba un Presidente y con otro ponía en Palacio de gobierno a su reemplazo- y el periódico familiar ocupado por los soldados, en lo que parecía el principio del fin de toda una dinastía y de una época, Cartucho bromeaba y hablaba de arquitectura, o de literatura y arte, sin mencionar para nada a la política, en la pequeña cofradía de amigos de la que, desde entonces, yo también pasaría a formar parte.

La amistad es tan misteriosa como el amor -menos intensa y efervescente, desde luego, pero también menos traumática y con frecuencia más duradera-, tan indispensable como éste para resistir la adversidad, sobrellevar la vida y enriquecerla con ideas y emociones, para mantener despierta la ilusión y renovar la energía que se gasta en el combate cotidiano. Tratar de explicarla es imposible, porque hay en ella tanta razón como sinrazón, tanto azar como oscuro mandato del inconsciente. Y, sin embargo, estoy seguro de que, en este caso, puedo hacerlo. Mi amistad con Cartucho nació, antes que de coincidencias intelectuales o posiciones políticas afines, de mi admiración por la coherencia de su conducta, por su integridad moral, por esa tranquila elegancia con la que, desde que lo conocí, lo he visto ir dando por la vida -sin habérselo propuesto ni saberlo- a quienes lo rodeábamos, lecciones de generosidad y de decencia.

Pertenecer a ese pequeño segmento privilegiado de la élite económica y social del Perú, a él le ha traído más perjuicios que beneficios, pues fue muchas veces identificado con actitudes o intereses políticos que no eran los suyos, y con gentes con quienes radicalmente disentía por sus convicciones democráticas y su espíritu solidario y progresista, y dificultó sus relaciones y su trabajo en un campo -el del pensamiento y el arte-, dominado por la izquierda, en el que su solo apellido provocaba desconfianza o animadversión. Estoy seguro de que eso lo llevó a apartarse de la Facultad de Arquitectura, donde prestó un servicio invalorable a varias generaciones de profesionales que ahora reconocen su magisterio de modernidad y lo tienen por su maestro.

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Pero aunque los prejuicios ideológicos dificultaron, no impidieron que haya llevado a cabo una fecunda labor, creando Espacio, el movimiento que abrió las puertas de su país al arte de vanguardia, y apoyando, como crítico y animador, a lo largo de tantos años, la difusión de todas las manifestaciones de la cultura de nuestro tiempo, a la vez que, desde la cátedra y el periódico, servía de guía y asesor, en ese laberinto de experimentos, escuelas y tesis contradictorias y a veces delirantes que constituyen la modernidad, a quienes, -artistas jóvenes, lectores principiantes, hombres y mujeres desasosegados por una inquietud que no saben dónde volcar- hacían sus primeras exploraciones en la vida del espíritu.

Sin embargo, tengo la seguridad de que el inmenso prestigio que ha llegado a adquirir en estos últimos tiempos -acaba de celebrar su ochenta cumpleaños con infinidad de admiradores y ni un solo enemigo, proeza dificil de lograr en el Perú, país de terribles apasionamientos y feroces enconos- se debe, más todavía que a su trabajo de arquitecto, de maestro universitario y de crítico de arte, a sus comentarios de actualidad, una selección de los cuales acaba de reunir en un libro cuyo título modesto y elusivo pinta a Cartucho de cuerpo entero: Solamente opiniones.

Son mucho más que eso, en realidad: una tabla de salvación en medio de un gran naufragio cívico, una voz lúcida que atestigua en nombre de la sensatez y la verdad contra la enajenación y la mentira, un ejemplo de ponderación y buenas maneras en una sociedad sacudida por la violencia y el vituperio. En un futuro esperemos que no muy remoto, este libro será leído con estupefacción por quienes, ya de regreso el Perú de la aventura autoritaria, tendrán dificultad en comprender lo ocurrido en estos años, en los que, mientras la cultura de la libertad echaba raíces en toda América Latina de uno a otro confín, al Perú le tocaba retroceder a los tiempos del poder personal y la prepotencia militar, al imperio de la fuerza y la arbitrariedad, y -es lo más triste- nada menos que con el beneplácito y la activa colaboración de buena parte de la sociedad civil, en especial aquel sector en el que Luis Miró Quesada ha nacido.

No creo que haya otro régimen autoritario, en la historia del Perú, que haya merecido una complicidad tan diligente de la clase empresarial y rentista peruana como el que inauguraron los tanques la noche del 5 de abril de 1992, ninguno con el que se haya identificado de manera tan visceral, asumiendo ministerios y cargos claves, promoviéndolo en el extranjero, poniendo a su servicio sus canales de televisión y sus estaciones de radio, las artes de sus publicistas y los mordiscos de sus perros de presa periodísticos.

¿Cómo, en estas condiciones, ha podido Cartucho, todos estos años, sin flaquear un solo momento, mantener su firme discrepancia con lo que ocurría en el país y con lo que pensaba y hacía el medio que lo rodeaba? Y, más aún, ¿cómo se las arregló para ir contra la corriente sin levantar nunca la voz ni decir un despropósito, sin faltar a nadie el respeto y manteniendo en todo instante aquel cuidado de la forma sin el cual no hay arte, ni literatura ni filosofía que valgan? No sé cómo, pero lo hizo, y aquí está la prueba, en esta miscelánea de artículos que he leído conmovido hasta los huesos.

Aunque en ellos se trasluzca una vasta cultura, y se cite de pronto a Kant o a Montesquieu, o se comente un texto jurídico enrevesado, lo que establece un hilo conductor entre los diversos temas del acontecer político y social que disparan las reflexiones del comentarista, es la perspectiva en que éste se coloca para juzgar la actualidad: la del ciudadano corriente al que animan ideales sencillos y diáfanos, como vivir en libertad, en un ámbito regido por la ley, con una seguridad mínima garantizada y la posibilidad de ganarse la vida decorosamente. Estas aspiraciones básicas son el fundamento de la civilización y los motores de la vida democrática y, como lo recuerda Luis Miró Quesada todo el tiempo, el verdadero progreso tiene lugar cuando una sociedad avanza en todos estos dominios simultáneamente, sin sacrificar unos valores con el pretexto de realizar más pronto los otros.

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Los grandes escándalos de corrupción que estremecen al primer y al tercer mundo y amenazan la estabilidad de sistemas democráticos que parecían inconmovibles, son una ejemplar demostración de la falacia de ese razonamiento que, en nombre de la eficacia, cree legítimo saltarse a la torera la legalidad. Y, también, de la necesidad de incorporar un elemento ético en el funcionamiento de la vida democrática, pues sin él, entregada al reino del puro pragmatismo, la democracia se vuelve pronto una caricatura, y surge un ambiente receptivo para el caudillo providencial y la demagogia autoritaria.

En el libro de Luis Miró Quesada, verdadero manual de ese 'sentido común' que los anglosajones consideran la primera de las virtudes políticas, estas ideas se hacen carne y hueso en el acontecer cotidiano, en el suceso de actualidad, y son puestas a prueba cotejándolas con aventuras y desventuras que comparte el común de las gentes. De este modo, la defensa de la cultura democrática no aparece como una suma de categorías abstractas, una construcción intelectual que resulta difícil asociar a la vida corriente, sino, más bien, como un modelo vivo y operante gracias al cual el ciudadano puede entender qué anda bien y qué anda mal en el mundo que lo rodea y los secretos mecanismos que, desde el poder autoritario, van mermando su libertad y envileciendo su futuro.

La última vez que vi a Cartucho fue hace un año, en Londres. Mientras trataba de seguirlo, con la lengua afuera, en sus correrías por los museos, me daba noticias del Perú. Entre cuadro y cuadro, o escultura y escultura, me confesaba su sorpresa por todas las cartas que recibía, de lectores de sus artículos que lo alentaban, y le agradecían, y lo felicitaban por su valentía. "Pero ¿por qué?", se extrañaba, "si no arriesgo nada, si lo único que hago es decir lo que pienso con sinceridad". Por supuesto que se lo creía. Porque en este hombre fuera de lo ordinario, el coraje, al igual que la decencia y el amor a la libertad, es una respiración natural, un atributo de sus convicciones, de esa íntima concordancia entre acto y conciencia que sus amigos tanto admiramos en él y que lo ha convertido, en el otoño de su vida, en la conciencia rectora de sus compatriotas.

C Mario Vargas Llosa, 1994. C Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1994.

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