Tribuna:

Certezas

A la edad quizá excesiva que uno tiene ya han cristalizado la opinión y la imagen que el mundo y las gentes nos ofrecen, consecuencia inevitable de lo que haya sido nuestra experiencia de la vida. Esta experiencia es siempre personal, por tanto limitada y menesterosa; y tardía por añadidura al ser su útilidad precaria para los pocos años que aún nos quede por cumplir. Pero la vida nos ha ido dejando ese poso, ese sabor, hecho no de ideas firmes sobre las cosas y las personas, que se podrían razonar, sino de lo que yo llamaría certezas.La certeza no es la demostración racional de que algo o alg...

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A la edad quizá excesiva que uno tiene ya han cristalizado la opinión y la imagen que el mundo y las gentes nos ofrecen, consecuencia inevitable de lo que haya sido nuestra experiencia de la vida. Esta experiencia es siempre personal, por tanto limitada y menesterosa; y tardía por añadidura al ser su útilidad precaria para los pocos años que aún nos quede por cumplir. Pero la vida nos ha ido dejando ese poso, ese sabor, hecho no de ideas firmes sobre las cosas y las personas, que se podrían razonar, sino de lo que yo llamaría certezas.La certeza no es la demostración racional de que algo o alguien es como es, o va a suceder o comportarse de determinada manera, sino la convicción y la evidencia de que así es o va a ser ese acontecimiento o esa persona que nos importa en aquel momento. La certeza no es tampoco una creencia; por eso no surge súbitamente, como suelen llegar, por ejemplo, la conversión o la revelación religiosa, ni se encuentra uno con ella como creencia colectiva. Más bien se va dibujando paulatinamente al reiterarse y consolidarse ciertas experiencias. Por ello pueden resultar ilógicas, incluso poco razonables; y a veces preferiríamos que no afirmasen lo que afirman, pero que se nos impone, sin embargo, con toda claridad por encima de gustos, preferencias y razonamientos.

El conjunto de esas certezas es lo que va constituyendo la trama de la vida, cada vez con una urdimbre más compleja, y de la cual, por mucho esfuerzo e imaginación que pongamos, no podemos desprendernos. No supone esto que tengamos certezas en todos los lados de la vida. Muchos son baladíes, pero otros, que no nos son indiferentes, quedan, no obstante, en el enigma, la ignorancia o la duda. La duda, en efecto, se opone a la certeza o, si se quiere, hay grados de autenticidad en esas certidumbres, desde una certeza plenaria, fuerte, arrolladora, a otra deficiente a punto de caer al mar de las dudas. Conviene, pues, tener buen cuidado de ellas, separarlas de nuestras manías y de la influencia de nuestro carácter, aunque en definitiva reflejen nuestro modo de pensar. Y conviene además caer en la cuenta de que no son rígidas, inmóviles, y que pueden modificarse si un hecho o descubrimiento posterior dinamita la certeza en que estábamos, firme y efectiva en su momento. Pues la certidumbre -que es el estado de ánimo en que nos coloca la certeza es como una roca a: la que van erosionando las olas del mar o como esos cerros de arenisca donde el viento esculpe formas insólitas.

La certeza no es siempre negativa, pesimista, sino que a veces ve en el horizonte momentos de plenitud histórica o de felicidad personal. Yo estoy convencido de que Europa llegará, y llegará relativamente pronto, a la unidad política y a la defensa común, una certidumbre que coincide con mi esperanza y a la que no hacen mella las tribulaciones por las que está pasando actualmente la Unión Europea. Pero al tiempo tengo la convicción, que en nada coincide con mis deseos, de que las guerras -como la historia- no se han acabado y esa Europa unida entrará en guerras para resolver graves conflictos, los cuales no serán ya entre el Este y el Oeste, como antes, sino del Norte contra el Sur. Si bien todas las certezas están dominadas por la certeza general -general a todas ellas y general a todos los hombres- de que el azar y la suerte son componentes permanentes de la vida.

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Estoy asimismo convencido de que la forma actual del capitalismo dejará paso a otra más humana y menos especulativa. En este orden de cosas, también estoy en la certeza de que los impuestos que graven las herencias serán enormes. Y una tercera certeza: no se tolerará, por razones éticas y sociales, el desempleo permanente al tiempo que se permitirá el más amplio despido libre: una paradoja que el convencido no tiene obligación de resolver; son los políticos y los economistas los que deben saber hacer compatibles la solidaridad y la eficacia.

Pero hay deseos que no al canzan la fuerza de una convicción como, por ejemplo, el deseo de que se logre eliminar la preocupante anomia de muchas leyes, promulgadas democráticamente, pero que no se sabe o no se puede hacerlas cumplir.

La certeza no mira sólo al futuro. Muchas veces, para tratar de comprender el comportamiento de un amigo -o de un personaje histórico-, para entender por qué hizo lo que hizo, tenemos la convicción de que se debió a cierto acontecimiento de su vida pasada. La vida del otro es siempre enigma e interpretación. Incluso los parientes, próximos y queridos; incluso los padres o los amigos íntimos, de trato y afecto continuados, nos siguen siendo en última instancia otros. Mas, en ocasiones, colegimos de su actuación, de lo que les ha pasado y que hemos presenciado muy de cerca, un juicio y una valoración que incorporamos a nuestra propia experiencia al haber entendido la suya.

Porque la certeza viene a ser una opinión del fondo del alma, soy consciente de que resulta válida exclusivamente para el que la tiene, como el dolor de muelas sólo es patente para el que lo padece. Pero a veces, al que las oyere, puede confundirle su apariencia y tomarlas por máximas, presagios, profecías, sospechas o píos deseos del convencido, y no por lo que son, esto es, convicciones personales que no reclaman, por ello, razonamiento ni demostración. Si yo afirmo que el campo, hoy solitario, volverá a poblarse y a perder su silencio, puede tomarse por una profecía, pero es mi profunda convicción. Decir que a igualdad de calidad, el pensador es más que el poeta pudiera parecer una máxima, pero es una certidumbre -y bien firme- a la que me han llevado mis lecturas y el trato con creadores de ambas observancias.

Yo aconsejaría al lector que repase íntimamente el repertorio de sus principales convicciones, sin duda muy distintas de las mías, que le subirán a las mientes desde los hondones de su alma.

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