Tribuna:

Las cuatro esquinas

El éxito relativo de la transición democrática ha entretenido en nuestro país la benéfica ilusión de que hemos aprendido a resolver los problemas. La verdad es que hemos aprendido no tanto a resolver los problemas cuanto a vivir con ellos. Y conste que no lo digo con ánimo hipercrítico. Al fin y al cabo, vivir con los problemas es mejor que morir por ellos, como hicimos los españoles hace ya algún tiempo en una guerra civil. Algo, por tanto, hemos aprendido; y algo importante.Pero ello no obsta para reconocer que la solución de los problemas es un ideal al que convendría acercarnos un poco más...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

El éxito relativo de la transición democrática ha entretenido en nuestro país la benéfica ilusión de que hemos aprendido a resolver los problemas. La verdad es que hemos aprendido no tanto a resolver los problemas cuanto a vivir con ellos. Y conste que no lo digo con ánimo hipercrítico. Al fin y al cabo, vivir con los problemas es mejor que morir por ellos, como hicimos los españoles hace ya algún tiempo en una guerra civil. Algo, por tanto, hemos aprendido; y algo importante.Pero ello no obsta para reconocer que la solución de los problemas es un ideal al que convendría acercarnos un poco más, por lo menos en algunos casos muy notorios. Por poner un ejemplo, nuestro país tiene desde hace 10 o 12 años el problema de dos o tres millones de parados, que no ha aprendido a resolver, pero sí a vivir con él.

Es curiosa esta capacidad de vivir con un problema así. Porque estamos hablando no de algunos miles, sino de algunos millones de parados, muchos de ellos por periodos bastante largos, lo que supone la instalación en una forma de vida peculiar, y muchos de ellos muy jóvenes, lo que significa la pérdida de sus expectativas y aspiraciones profesionales en un momento crítico de sus vidas. Estamos hablando de lo que parece una deformación patológica de la vida social.

Quizá aprender a vivir con algo semejante indique una gran madurez, incluso una sofisticación notable, para convertir lo que a primera vista parece una deformación patológica en una característica normal. Hablamos de una juventud sin futuro. Pero quizá es que ellos, y nosotros, estemos ya (dándonos cuenta sólo a medias) en otro tipo de futuro. Un futuro posindustrial, poslaboral, poscapitalista, poseconomicista, posproductivista: un futuro pospost, o un futuro postodo. Y seamos así como unos pioneros de la historia, a quienes se les brinda la oportunidad de redescubrir los gozos de una vida filosófica, en el ocio y en la contemplación. Quizá esté aquí el verdadero debate de ideas de nuestro tiempo.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Conste (y repito: conste) que no digo que no esté aquí. Pero el problema consiste en que, entretanto debatimos, tenemos que seguir viviendo, un día tras otro, con las gentes que somos y los sentimientos que tenemos. Y por el momento ocurre que la inmensa mayoría de nuestro país está compuesta de gentes para quienes el trabajo es muy importante. Piensan que el respeto que puedan esperar de los demás y el que se deben a sí mismos está ligado al recuerdo de haber tenido, la realidad de tener y la esperanza de mantener un trabajo decente. Creen que en este mundo tenemos que trabajar todos o casi todos, bastante tiempo, para que la vida continúe, y mejore si es posible, para que las gentes sean libres y desde luego para que sean solidarias. Cosas así de simples y de antiguas.

De manera que si nuestra Sofisticación no es tanta como para haber superado las creencias y los sentimientos ancestrales ligados al valor del trabajo, ¿cómo hemos conseguido aprender a vivir, tan apaciblemente, con todos estos millones de gentes en el paro?

La respuesta estriba en que hemos encontrado un curioso equilibrio en nuestro sistema de trabajo, relaciones industriales y bienestar social, fabricado de compromisos y tensiones (un equilibrio tenso en la mejor tradición de nuestro barroco), que nos ha permitido vivir con el problema sin resolverlo durante 10 o 12 años, y quizá (sólo quizá) nos permita vivir así unos cuantos años más. Porque, a pesar de sus inconsistencias aparentes, el escenario del mercado de trabajo español tiene una cualidad sistémica (o cuasi- sistémica), donde unos elementos refuerzan a los otros. Pero para entenderlo así tenemos que olvidarnos de la idea de un espacio homogéneo donde las reglas y las instituciones sean de aplicación general. La clave para entenderlo radica en diferenciar varios espacios y analizar las conexiones entre unos y otros.

Tenemos, en primer lugar, el espacio del núcleo protegido del mercado de trabajo (espacio l), en el que se aplican reglas rígidas de entrada y de salida del mercado que han estado vigentes durante vanas décadas. En ese espacio operan de siete a ocho millones de asalariados, representados por sindicatos que se dedican a mantener las reglas, y en lo posible a aumentar sus salarios. Pero en parte como resultado del éxito sindical en conseguir aquellos objetivos durante un largo periodo de dificultades económicas se han ido creando otros espacios.

Dada la reticencia de los empresarios a crear puestos de trabajo permanente en condiciones de demanda dudosa, aumentos de salarios y de contribuciones a la Seguridad Social, y compensaciones por despido costosas en dinero y en tiempo, el Gobierno socialista introdujo unas medidas de flexibilización del mercado de trabajo que crearon un espacio 2 a mediados de los ochenta, con tal éxito que, en muy pocos anos, alrededor de tres millones de trabajadores se han encotrado instalados en él. Incluye prácticamente a todos los jóvenes que han empezado a trabajar en estos años, y que se han ido habituando a una secuencia de contratos de hasta tres años, despidos modestos, subsidios de desempleo, y vuelta a empezar (dado que sólo una reducida minoría acaba consiguiendo un trabajo permanente). Están cubiertos, sí, por los convenios colectivos, pero su poca antigüedad les mantiene a un nivel inferior al de los permanentes. Cuesta menos tenerlos, menos costearles la Seguridad Social y menos despedirlos.

Pero, permanentes o temporales, hasta ahora sólo hemos hablado de los trabajadores ocupados en la parte visible, oficial del mercado de trabajo. El espacio 3 es el de la economía sumergida, muy importante en varios sectores, y tanto que algunos expertos estiman que entre un millón y 2,5 millones de españoles operan en él. Es un espacio con sus reglas, donde los puestos de trabajo dependen estrechamente de la coyuntura, los salarios son menores y los pagos a la seguridad inexistentes (aunque siempre se encuentran formas de tener acceso a los beneficios de la Seguridad Social a través de parientes). Pero que no podrían existir sin un marco institucional protector, hecho de fuerzas vivas locales, de políticos y funcionarios, empresarios y sindicalistas, periodistas y eclesiásticos, y otros muchos que, por comisión o por omisión, participan en la elaboración de un discurso cotidiano que hace plausibles estas prácticas.

El espacio 4 es el ocupado por la población que podría, en principio, estar ocupada, pero que, no estándolo, tiene acceso al sistema de bienestar social. Aquí están, por supuesto, los antiguos empleados que, mediante jubilaciones anticipadas u otros mecanismos, consiguen atravesar el páramo entre su último salario y la primera pensión. Pero aquí está, sobre todo, la población de los parados, entre dos millones y 3,5 millones de personas a lo largo de estos 10 años, que recibe subsidio de desempleo (debiéndose tener en cuenta que las fronteras entre estos espacios son a veces borrosas, con gentes viviendo al tiempo del subsidio de paro y de ingresos en la economía subterránea).

Así pues, lo que tenemos es una especie de sistema segmentado, de cuatro espacios, ángulos o esquinas, con las gentes operando en cada una de estas esquinas según diferentes reglas y moviéndose de una esquina a otra en diferentes momentos. Una especie de representación reiterada y masiva del juego de las cuatro esquinas. En ese juego, como se sabe, cuatro niños ocupan los cuatro rincones de un patio o un jardín bajo la mirada vigilante de un quinto colocado en el medio. Los cuatro niños se mantienen a salvo cuando están lo más cerca posible de una esquina. Pero, por supuesto, se mueven, y corren de un rincón a otro, intercambiándose. Y en el momento mismo que se lanzan y dejan su rincón desguarnecido, el quinto niño salta e intenta suplantar a alguno. El quid del juego está en estar alerta y moverse rápida y cuidadosamente mientras que el que perdió su rincón intenta desquitarse.

Por mucho que un juego de niños parezca una metáfora dudosa para aplicarla a un tema tan serio o tan dramático, lo cierto es que los trabajadores españoles se mueven o intentan moverse de

Pasa a la página siguiente

Las cuatro esquinas

es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Archivado En