Tribuna:

Adiós a la pureza

Madrid, como el resto de las grandes ciudades del mundo, ejemplifica esa capacidad ilimitada para absorber con constancia las oleadas de inmigrantes económicos en busca de un pequeño lugar al sol o, cuando menos, huyendo de la larga y deprimente crisis de los desheredados de la Tierra, de todas las tierras.Ante ello, la ciudad se extiende como y por dónde puede, desde la planificación urbana más o menos racionalista, más o menos especulativa, al espontaneísmo de las chabolas y las soluciones alternativas. Lo básico es sobrevivir, el resto es una cuestión de plusvalías o de orden público.
...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Madrid, como el resto de las grandes ciudades del mundo, ejemplifica esa capacidad ilimitada para absorber con constancia las oleadas de inmigrantes económicos en busca de un pequeño lugar al sol o, cuando menos, huyendo de la larga y deprimente crisis de los desheredados de la Tierra, de todas las tierras.Ante ello, la ciudad se extiende como y por dónde puede, desde la planificación urbana más o menos racionalista, más o menos especulativa, al espontaneísmo de las chabolas y las soluciones alternativas. Lo básico es sobrevivir, el resto es una cuestión de plusvalías o de orden público.

Esa conformación de aluvión impone la mezcla. No es una opción, es un hecho irreversible y así se manifiesta en miles de detalles, desde la M-30 -el monumento horizontal más característico de la ciudad- hasta los hábitos de sus gentes. El fin de siglo es denso, espeso, lleno de contradicciones y con escasos remansos de paz, pero si algo lo define es, precisamente, el mestizaje.

Recorrer la autovía de circunvalación es pasar de los restos de la civilización industrial de Legazpi a la cultura de la especulación inmobiliaria de Chamartín; de la gracia de la mezquita al bochorno de la Almudena; de los jardines de Sabatini a Vallecas; de Puerta de Hierro a Hortaleza: en realidad, es un viaje por los éxitos y los fracasos, por la opulencia y la miseria del ser humano. Mestizos son el cine de Almodóvar o de Bigas Luna; la música de Tom Waits, Willy de Ville o Tan Tan Go; los textos de Genet o Goytisolo; las pinturas de Picasso o de Haring; la comida de Arzak, o los diseños de Romeo Gigli.

Mestizas son, por serlo, hasta las gambas a la plancha, de origen senegalés o surafricano; los calamares latinoamericanos o los dátiles de Elche; los pantalones vaqueros de Marruecos o las camisas de Taiwan.

Los niños de Madrid se nutren de telefilmes norteamericanos, de pizzas de ninguna parte o de hamburguesas elaboradas a partir de las algas, y beben colorantes químicos mientras esperan la llegada de la nueva moda de dinosaurios-tortugas. Sus padres trabajan, los que trabajan, en empresas cuyas decisiones se toman en Alemania, Holanda, Estados Unidos o, secretamente, en las Barbados.

En honor a la verdad, aún sobrevive algo inmaculado, algo que ha superado las conmociones sociales, económicas y guerreras de la historia de la humanidad: la idiotez. Es lo único puro que queda.

Archivado En