Tribuna:ESCENAS DEL MADRID CASTIZO

La calle del sonido

Paseo por Barquillo, algo más que tiendas de música

Uno de los primeros corresponsales extranjeros que hubo en Madrid se sentó en el velador de un bar de la Corredera Baja, observó a 10 madrileños que pasaban, tomó nota y remitió a su periódico la crónica inaugural, con estos datos estadísticos: "Uno de cada 10 madrileños es pelirrojo y dos llevan fiambrera". Buena lección de periodismo es ésa. Uno la utilizó en la calle del Barquillo, esquina a Prim, y obtuvo las siguientes conclusiones: primera, de cada 10 madrileñas que transitan Barquillo y doblan Prim, una es zamba y ésa más otra tienen varices; segunda, de cada 10 madrileños que bajan por...

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Uno de los primeros corresponsales extranjeros que hubo en Madrid se sentó en el velador de un bar de la Corredera Baja, observó a 10 madrileños que pasaban, tomó nota y remitió a su periódico la crónica inaugural, con estos datos estadísticos: "Uno de cada 10 madrileños es pelirrojo y dos llevan fiambrera". Buena lección de periodismo es ésa. Uno la utilizó en la calle del Barquillo, esquina a Prim, y obtuvo las siguientes conclusiones: primera, de cada 10 madrileñas que transitan Barquillo y doblan Prim, una es zamba y ésa más otra tienen varices; segunda, de cada 10 madrileños que bajan por Prim y doblan Barquillo, cinco van a una tienda de sonido y los cinco restantes harán lo mismo tarde o temprano.Se menciona la calle del sonido y todo el mundo entiende que es Barquillo, la más surtida de Madrid en cuanto concierne a las músicas y sus amplificaciones. Nadie lo diría, sin embargo, al embocar Barquillo por donde se debe -o sea, la c'Alcalá-, pues la entrada está revestida de singular solemnidad: el número 1 es el casón de Tabacalera; el 2, el aparatoso edificio del Banco Central Hispano, con sus cariátides y sus columnas catedralicias. Los viandantes suelen apresurarse en ese tramo porque allí no dan nada ni nada se les ha perdido, y sólo reposan el paso cuando llegan al cruce de las calles de Prim y Augusto Figueroa. Esas cuatro esquinas son el segundo umbral de Barquillo, y lo que ofrecen ya anuncia el carácter comercial y popular de la calle: un quiosco de la ONCE, una lencería-corsetería, un bar-café y un café-bar, que, evidentemente, no son la misma cosa.

El café-bar llámase Rocafría y lo suelen abarrotar los empleados y los jubilados de la zona. Los aficionados al sonido, en cambio, paran poco. Necesitan tiempo para recorrer las tiendas del ramo y descubrir novedades por entre el denso pisto otacústico que exponen en sus amplios locales. Allí las cadenas, los televisores, los videos, las radios y toda la gama del fon y el bel. Allí controladores remotos, baterías recargables, baffles y discmanes; allí cambiadores, platinas, amplificadores, sistemas y minisistemas.

Uno pregunta por etapas de potencia, que debe de ser intrincado ingenio, y el vendedor ni se sobresalta ni nada. No hay como estar familiarizado con la electrónica. Otros pedirán con la misma naturalidad ecualizadores, convertidores, micrófonos, megáfonos, exponenciales, satélites, suwoofer, componentes electrónicos, kits, chips, cuanto sea menester, y todos se entienden sin ningún problema.

Zaquizamíes

La corta arteria de Barquillo hiende una barriada populosa, y quizá por eso está cuajada de tiendas, algunas de ellas reducidas a un zaquizamí. Dos metros mal contados le bastan a L. Ricote para mostrar las frutas del país y de América, según anuncia un bonito rótulo. Comercios de todo tipo emergen entre los del sonido. La mercería Santa Rita, que es como deben llamarse las mercerías que se precien, exhibe en sus escaparates un selecto muestrario de calcetines, tirantes, bragas y calzoncillos. Hay asimismo tiendas de tejidos, la moda de París, estanco, bisutería, cristalería, papelería, lotería; ultramarinos Rivas; librería Padrino; Matute, bronces y porcelanas; farmacias dos, cervecerías y freidurías lo menos seis, y hasta bombas y elevadores de líquidos, casa centenaria fundada en 1894.

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El teatro Infanta Isabel concentra gran gentío a las horas de función, y los espectadores desbordan la angostura de las aceras hasta ocupar la estrecha calzada, provocando un atasco de gentes y de coches. Evidentemente, la calle del Barquillo no fue calculada para tanto trajín. En la adyacente plaza del Rey estuvo el circo Price, y se llenaba de chiquillos que acudían a ver a Charivari, pero los angelicos no alteraban el tráfico. Enfrente estuvo también Vestifex, una de las mejores sastrerías del foro, donde los clientes elegían sin prisas el buen paño, los maestros cortadores se esmeraban, el probador recomponía minuciosamente los hilvanes de las composturas y quien se hacía allí un flux le duraba toda la vida. El Colegio de Arquitectos reclamó el local para reformar el edificio, la sastrería hubo de cerrar y aquel tramo de calle perdió parte de su encanto.

Cuando entra la noche y todos los espectadores del teatro ya han conseguido meterse dentro, Barquillo es una calle triste. Algún ciudadano la cruza de tránsito o acaso se llegan chaperos de la vecina Castellana a confortar las miserias del cuerpo con un café calentito y hacer pis. Se les ve caminar por la penumbra, ateridos y ajenos, y parecen la estantigua. O quizá lo sean. Porque sin el bullicio de la música y el trasiego de la afición, la calle del sonido es pura fantasmagoría.

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