Tribuna:

La marea de Madrid

La radio del coche transmitía la famosa aria de zarzuela que empieza: "Este apacible rincón de Madrid... " Me encantó escucharla y me habría gustado aún más si, en ese momento, yo no hubiera estado metido en un monumental atasco en la M-30. No sé qué hora era, pero da lo mismo porque es un hecho que, en Madrid, a todas horas es hora punta. "No sé si es que trabajan en la calle o es que se pasean", decía en una ocasión un taxista. Claro que, en esta ciudad que madruga y trasnocha, hay verdaderas horas punta. Pero hay, además, horas tan puntiagudas como ésas de día y hasta de noche.Madrid padece...

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La radio del coche transmitía la famosa aria de zarzuela que empieza: "Este apacible rincón de Madrid... " Me encantó escucharla y me habría gustado aún más si, en ese momento, yo no hubiera estado metido en un monumental atasco en la M-30. No sé qué hora era, pero da lo mismo porque es un hecho que, en Madrid, a todas horas es hora punta. "No sé si es que trabajan en la calle o es que se pasean", decía en una ocasión un taxista. Claro que, en esta ciudad que madruga y trasnocha, hay verdaderas horas punta. Pero hay, además, horas tan puntiagudas como ésas de día y hasta de noche.Madrid padece del mal de claustrofobia. Le aburre quedarse en casa y procura estar lo menos posible en la oficina. Conserva, de cuando fue burgo manchego del partido judicial de Alcalá de Henares, la meridional costumbre de lanzarse a todas horas a la calle.

Cualquiera diría que los atascos de los coches son cosa privativa de este agobiado fin de siglo. No es así, al menos en lo que respecta a la atrafagada capital de España. Lo confirma la lectura del libro Madrid por dentro, obra de don Cristóbal de Solórzano, marqués de la Villa de San Andrés y vizconde del Buen Paso, un caballero canario nacido en la isla de La Palma que pasó años en Madrid después de haber viajado por varios países de Europa. El marqués da en este libro una interesantísima descripción de la vida madrileña del siglo XVIII. Algunos madrileñistas le tienen por enemigo de la ciudad y es cierto que sus comentarios son ácidos. Pero acierta en sus juicios y, si levantara la cabeza, vería que se mantienen en Madrid muchas de las gracias y desgracias que él describió. Habla, por ejemplo, de los embotellamientos de carros, coches y carrozas en las estrechas calles de la ciudad. Es un hecho que Felipe V tuvo que limitar el uso de los coches o reducir el número máximo de las caballerías. Floridablanca, en una iniciativa que ningún alcalde moderno se ha atrevido a tomar, prohibió que los coches entraran en Madrid; y ordenó que aparcaran "a 325 varas de sus puertas".

De las calles dice el marqués: "Adonde es llana y hace mareta la señora mierda, se forma lo que se llama la marea de Madrid". Viendo los baches emporcados del pavimento y el caos circulatorio, confirmaba yo la permanente actualidad de los clásicos. Y me preguntaba dónde estaría o habría estado nunca ese "apacible rincón de Madrid" del aria que iba escuchando en la radio del atascado coche.

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