Tribuna:

Víspera de convulsiones

Lo peor que podía pasar en Rusia, desde los acontecimientos del 21 de septiembre, acaba de ocurrir. El domingo pasado por la mañana estallaron los disturbios en Moscú, y al día siguiente, Borís Yeltsin dio la orden al Ejército de asaltar la Casa Blanca, sede del Sóviet Supremo. Las imágenes de los tanques abriendo fuego sobre el edificio del Parlamento, símbolo de la naciente democracia, entrarán en los anales de Rusia, e incluso de Europa, queja as ha presenciado nada parecido.Seguramente, cuando, 12 días antes, Yeltsin decretó la disolución del Parlamento, no deseaba que pasara lo que pasó. ...

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Lo peor que podía pasar en Rusia, desde los acontecimientos del 21 de septiembre, acaba de ocurrir. El domingo pasado por la mañana estallaron los disturbios en Moscú, y al día siguiente, Borís Yeltsin dio la orden al Ejército de asaltar la Casa Blanca, sede del Sóviet Supremo. Las imágenes de los tanques abriendo fuego sobre el edificio del Parlamento, símbolo de la naciente democracia, entrarán en los anales de Rusia, e incluso de Europa, queja as ha presenciado nada parecido.Seguramente, cuando, 12 días antes, Yeltsin decretó la disolución del Parlamento, no deseaba que pasara lo que pasó. Quiso cortar de un tajo el nudo gordiano del conflicto que le enfrentaba al legislativo, pero no fue capaz de prever la obstinada resistencia de los diputados, dirigidos por sus viejos aliados Alexandr Rutskói y Ruslán Jasbulátov. La situación provocada por el nuevo pulso no podía más que degenerar, dada la intransigencia de los dos bandos. La mediación del Tribunal Constitucional y, después, la del patriarca de la Iglesia ortodoxa, Alexi II, fracasaron. Desde aquel momento, uno y otro bando parecieron caer en una especie de locura. Ruslán Jasbulátov y Alexandr Rutskói, defensores de la ley y de la Constitución, dieron orden a la imponente masa que había acudido a romper el sitio a la Casa Blanca de tomar la alcaldía de Moscú y el edificio de la televisión, e incluso el Kremlin. Ya no hablaban de la Constitución, sino de la "revolución democrática contra la dictadura de Yeltsin", resucitando, de este modo, el recuerdo de otra revolución que la Rusia de hoy ya no tiene en su estima. La respuesta del presidente ruso fue tan fulminante como desmesurada. Pues si los dos bandos tenían un grado de locura similar, los medios de que disponían uno y otro no eran comparables. Recurrir a los tanques y a las tropas de élite para hacer salir a los insurgentes era, como dice Mijaíl Gorbachov, una reacción excesiva. Pero Borís Yeltsin había recibido el domingo luz verde de Washington para emplear la fuerza contra los que habían desencadenado los primeros incidentes sangrientos. Algunos incluso le felicitan por haber recurrido a la fuerza para "defender la democracia y la economía de mercado" y por haber demostrado, por fin, de qué era capaz tras haber dado durante tanto tiempo muestras de debilidad.

En el entorno del presidente ruso hay hombres que deseaban esta actitud desde el principio. Sus nombres son conocidos: Guennadi Búrbulis, su ideólogo; Mijafl Poltoranin, su zar de la prensa; VIadírnir Chumeiko, quien supervisa los ministerios fuertes (Defensa, Seguridad, Interior), y Yegor Gaidar, admirador del milagro económico del Chile de Pinochet. Ninguno de esos hombres ha sido elegido. Tres de ellos tienen cuentas que ajustar con la justicia (Búrbulis, Poltoranin, Chumeiko) por casos de corrupción. Pero su influencia sobre Yeltsin es tal que Gleb Pav1ovski, director de la agencia de prensa Post-Factum -cargo del que ha dimitido en protesta por la censura-, escribió la semana pasada: "Ellos son la presidencia colectiva de Rusia, Yeltsin no hace más que firmar sus decretos".

Pero el presidente Yeltsin es el único responsable de sus declaraciones públicas. El 21 de septiembre no dijo que perseguiría por la fuerza al disuelto Parlamento; al contrario, afirmó que el Ejército debería permanecer al margen de los conflictos políticos. En el campo enemigo, durante una sesión a puerta cerrada del Sóviet Supremo, los diputados militares se pusieron a elaborar la lista de las unidades que se pondrían de su lado en caso de necesidad. Pero, lo mismo que Yeltsin, decidieron dejar de lado al Ejército para no dividirlo y evitar así el riesgo de una guerra civil. Es probable que el domingo ya hubieran cambiado de opinión, pero era demasiado tarde. Un comentarista de Radio Moscú que sabía lo que había pasado se burló de ellos: "El general Rutskói se parece a Alexandr Kerenski, quien en octubre de 1917 esperó en vano que las tropas que le eran fieles vinieran del frente para socorrerle". Una comparación un tanto arriesgada, pues, como se sabe, tras la caída de Kerenski, el Ejército zarista se dividió, y uno de los bandos inició la guerra civil. Felizmente, hoy no existe tal peligro, por lo menos en un futuro inmediato. Pero lo que sí es seguro es que las regiones militares hostiles a Yeltsin no depondrán las armas, y las que han aceptado ejecutar sus órdenes no tardarán en pasarle factura. Y ésta puede ser muy elevada. A partir de ahora, el Ejército condicionará la vida política rusa.

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Ése será también el caso de las regiones que forman la Federación de Rusia. Desde el comienzo de la crisis, la mayoría de ellas protestaron por el asedio a la Casa Blanca. El recurso a la fuerza contra el Parlamento y la carnicería resultante las indignará todavía más. Aunque, dado que se trata de asambleas elegidas, Yeltsin puede disolverlas como ha hecho con el Sóviet Supremo. ¿Pero qué hará en caso de que se nieguen a obedecer? Difícilmente logrará enviar tanques a Novosibirsk o Chelabinsk y a los confines de este inmenso país.

Según parece, el pueblo ruso es un pueblo emotivo. Testigos extranjeros les vieron llorar cuando los tanques abrieron fuego sobre la Casa Blanca. No querían esa violencia fratricida, y, como siempre, su simpatía está con las víctimas. No sirve de nada decirles que esos diputados eran "nostálgicos de la URSS". En primer lugar porque, como es sabido, sus opciones políticas son muy diversas; segundo, porque, según los sondeos oficiales, al 70% de los rusos les apena la desaparición de la Unión Soviética (lo que no significa que deseen una vuelta al antiguo régimen). Dicho de otra forma, no ven ninguna ventaja en la balcanización de una economía antes unificada ni en una reforma neoliberal que hunde en la miseria a la mayoría. Incluso los protectores occidentales reconocen, aunque con la boca pequeña, que la reforma emprendida por Yeltsin y su equipo causa demasiado sufrimiento a la población. Pero han sido los promotores de ese capitalismo salvaje los que acaban de ganar en Moscú la batalla contra una oposición que criticaba esa política. Y todo hace pensar que continuarán por la misma vía.

Es seguro que las elecciones del 12 de diciembre darán a Yeltsin una mayoría en la futura Duma. Es posible, incluso, que la oposición, cuya prensa acaba de ser prohibida, no llegue a entrar en el Parlamento, y, en todo caso, la ley electoral que el presidente acaba de promulgar por decreto está hecha a medida para sus amigos. Yeltsin tendrá pronto, pues, un Parlamento karamannii (un Parlamento que se podrá meter en el bolsillo), como se dice en Moscú. Pero la duda está en por cuánto tiempo. Pues sigue siendo posible que se produzca un estallido social, y nadie puede asegurar que el Ejército acepte de nuevo intervenir a favor de Borís Yeltsin. El 4 de octubre marca una fecha en la historia rusa, pero no ha estabilizado la situación, que está en vísperas de nuevas convulsiones.

K. S. Karol es periodista francés especialista en cuestiones del este de Europa.

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