"Tuve que anunciar 20 horrores"

Aquella noche de diciembre tuvo que multiplicar por veinte la más odiosa tarea que tiene su profesión: comunicarle a un hombre angustiado que su hijo, joven, sano, con toda la vida por delante, acaba de morir. Antonio Quintans era en 1983 un médico de 32 años con jefatura recién estrenada en el hospital Gregorio Marañón -entonces, el Provincial- Estaba al cargo de la unidad de cirugía de urgencias y debía responder en caso de catástrofe."Doctor Quintans, ha llamado la policía. Traen mucha gente para acá. Ha habido un incendio en una discoteca". Más o menos así fue el mensaje que recibió...

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Aquella noche de diciembre tuvo que multiplicar por veinte la más odiosa tarea que tiene su profesión: comunicarle a un hombre angustiado que su hijo, joven, sano, con toda la vida por delante, acaba de morir. Antonio Quintans era en 1983 un médico de 32 años con jefatura recién estrenada en el hospital Gregorio Marañón -entonces, el Provincial- Estaba al cargo de la unidad de cirugía de urgencias y debía responder en caso de catástrofe."Doctor Quintans, ha llamado la policía. Traen mucha gente para acá. Ha habido un incendio en una discoteca". Más o menos así fue el mensaje que recibió por teléfono la noche del 17 de diciembre de 1983. Se levantó volando y salió hacia el hospital. Al llegar, vio a los primeros supervivientes, gente con quemaduras no muy severas y algún intoxicado por monóxido de carbono, el gas que se genera en los incendios. "No fue un gran problema", recuerda, "se les aplicó oxígeno y medicación. Algunos fueron enviados a la unidad de cuidados intensivos, y otros, los más leves, se quedaron aquí. La situación se controló rápidamente".

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Hasta que empezaron a llegar los cadáveres en aluvión. Eran chavales jóvenes, parecían dormidos y la policía los traía sin saber si vivían o no. Quintans estaba acostumbrado a vérselas con los tráficos, esos muchachos que llegan a urgencias del hospital desde alguna carretera con la cara destrozada, el pecho ensangrentado y fracturas por todos los sitios. Pero aquellos muertos ... Era imposible creerlo. Apenas tenían lesiones, alguna quemadura, pero estaba claro que habían muerto intoxicados.

El pequeño cuarto que se destina en las urgencias a los cadáveres se saturó. Hubo que usar otro para ir colocando los cuerpos que seguían entrando por la puerta. Los separaban con biombos. Pudieron llegar 20 muertos, pero Quintans no recuerda exactamente. Dice que todo fue tan sumamente desagradable que ha olvidado su peor experiencia, quizá porque sólo quería sacársela de la cabeza. Luego siguió el calvario de rebuscar por los bolsillos de los pantalones de aquellos chicos, mirar sus carnés, avisar a la familia. "Fue tremendo para el personal auxiliar de urgencias, que se encargó de hacer las llamadas".

Por entonces, todos los médicos del hospital que podían moverse de sus unidades estaban a su lado. La noche transcurrió larga, hasta que llegó el día y siguió llegando gente preguntando por algún pariente juerguista que pudo ser víctima del fuego en la discoteca de moda.

Fue él, con el jefe de guardia, el que tuvo que dar la cara ante las familias de aquellos jóvenes dormidos que nunca iban a despertar. Levantarlos de la cama, decirles que su hijo había tenido un accidente y contarles la verdad cara a cara. Quintans, ahora jefe de urgencias del hospital, asegura que ése es el peor trago en su trabajo.

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Y aquella noche se cansó de dar noticias terribles.

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