Cartas al director

La guerra de los sexos

Aún recuerdo con estupor las duras críticas que durante años me vi obligada a soportar cuando a la edad de ocho años desdeñé intuitivamente los juegos educativos femeninos para dedicarme a trepar los árboles, jugar con tirachinas, atrapar renacuajos de las albercas. Todos aquellos juegos eran mucho más atrayentes para mí que la acción de imitar los quehaceres domésticos de mi madre, como era el hecho de servir el café en aquellas pequeñas tacitas de plástico que los Reyes Magos se empeñaban en regalarme (sin yo pedírselas) por Navidad; ¡qué frustración! Los Reyes Magos se habían obstinado en c...

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Aún recuerdo con estupor las duras críticas que durante años me vi obligada a soportar cuando a la edad de ocho años desdeñé intuitivamente los juegos educativos femeninos para dedicarme a trepar los árboles, jugar con tirachinas, atrapar renacuajos de las albercas. Todos aquellos juegos eran mucho más atrayentes para mí que la acción de imitar los quehaceres domésticos de mi madre, como era el hecho de servir el café en aquellas pequeñas tacitas de plástico que los Reyes Magos se empeñaban en regalarme (sin yo pedírselas) por Navidad; ¡qué frustración! Los Reyes Magos se habían obstinado en condenarme con jueguecitos de café, muñecas de trapo y juegos de tocador ñoños, que además se partían a los dos días de su uso.A pesar de todos los obstáculos encontrados hasta aquel momento para desarrollar mi incógnita personalidad, no me convencieron de lo contrario, y entonces ocurrió lo inevitable; un buen día me encontré frente a una puerta herméticamente cerrada. Ya no eran los Reyes Magos los únicos que trataban de fastidiarme mi vida, la puerta encontrada en cuestión era la sociedad. Traspasar este umbral significó encontrar a mi infatigable compañera, la soledad. A ella le debo el haberme iniciado en el noble ejercicio de la reflexión, me tomó de la mano y me condujo hacia el mundo de la música y me descorrió el sutil velo de mi momentánea oscuridad para transformarlo en horas de placer con el descubrimiento de otros lugares lejanos de donde yo me encontraba, era la literatura la que acababa de aparecer en escena. Me instruyó igual que los hombres son instruidos para la batalla, a diferencia de que no me enseñó el ejercicio de la violencia. Este horno de la soledad, donde las ideas se funden para dejar de ser ideas y transformarse en una octava mayor llamada evolución.

Por esto me sonrío cuando leo cartas publicadas en esta sección defendiendo a "pedazos de carne" con sexo, que, por supuesto, la venden en las carnicerías, puede comprarla de toro o de vaca, de gallina o pollo, la venden según gustos y tamaño, y, cómo no, según presupuesto. La evolución desconoce el género, no diferencia entre lo femenino o masculino, en esta octava mayor partimos todos de cero, y esto significa igualdad.-

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