Tribuna:

Severo Sarduy, 'in memoriam'

A contrapelo de esa predisposición tan común a los escritores, y muy especialmente a los de nuestra madre España, a tomarse a, sí mismos en serio en vez de tornar a pecho su propio trabajo, Severo Sarduy se tomaba a, sí mismo a broma y afrontaba con rigor y escrupulosidad ejemplares su quehacer literario. Sin ceder nunca a la presión ideológica o comercial que ha desbaratado la carrera de tantos escritores de talento de nuestra generación, se convirtió, poco a poco, para mí y unos cuantos, en el paradigma del auténtico creador: este rarísimo espécimen de autor con cuyo rasero debemos medirnos,...

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A contrapelo de esa predisposición tan común a los escritores, y muy especialmente a los de nuestra madre España, a tomarse a, sí mismos en serio en vez de tornar a pecho su propio trabajo, Severo Sarduy se tomaba a, sí mismo a broma y afrontaba con rigor y escrupulosidad ejemplares su quehacer literario. Sin ceder nunca a la presión ideológica o comercial que ha desbaratado la carrera de tantos escritores de talento de nuestra generación, se convirtió, poco a poco, para mí y unos cuantos, en el paradigma del auténtico creador: este rarísimo espécimen de autor con cuyo rasero debemos medirnos, que incita a la emulación y escribe con la omnímoda libertad de quien no busca el halago público. Severo, digámoslo bien alto, no rebajó un centímetro su nivel literario a fin de conquistar lectores: forzó, al contrario, a un puñado de éstos a elevarse a su altura. No escribió para ganarse la vida: buscó el medio de ganarse la vida -su atalaya de asesor literario, primero en Editions du Seuil y luego en Gallimard- para poder escribir. Con la invocación angélica o tutelar a Lezama Lima, trazó una estela ascendente hasta el bellísimo y conmovedor Cocuyo, que, junto, a Colibrí, son en mi opinión sus obras maestras.Un estilo inconfundible, leve, irónico, tierno, configura el territorio de su narrativa: una ínsula fértil, gozosa, barroca, llena de esplendor vegetal; prosa forjada con amor de orfebre, insólita y de imitación imposible; lectura que exige volver sobre ella para degustarla, como se saborea un sabroso manjar.

La ambición literaria de un escritor se manifiesta ab ovo en la elección del maestro: Severo Sarduy no se agrega al rebaño de los Cien Mil Hijos de García Márquez, ni al de los epígonos de Faulkner, ni al de los seguidores anémicos de la novela light; poeta o funámbulo sin red, se arrima al magisterio de uno de los mayores y más arduos escritores castellanos de todos los tiempos: me refiero, claro está, al autor de Paradiso y Oppiano Licario. Si la inmensidad de Lezama dificultaba la empresa, Severo Sarduy se mostró capaz de asumir el riesgo, someterse al aprendizaje difícil y ganar la apuesta: crear ese lenguaje flexible y vivo, caribeño hasta la médula, que le convierte junto a Cabrera Infante en el mejor novelista cubano de las últimas décadas.

Afincado en París, Severo no dejó de ser, al igual que su colega, el más cubano de los escritores de la diáspora: su humor, mestizaje idiomático, afortunada simbiosis de culturas, son fruto de esta isla bendecida por la naturaleza y maltratada por la opresión colonial, rapacidad gansteril y monolitismo ideológico -locura ya hoy- de sus sucesivos tiranos. La historia nos depara a menudo tales sorpresas: como si para compensar con las desdichas político-sociales que infligen a un país propiciaran la aparición de un núcleo de artistas único en abundancia y grandeza. ¿Qué país de nuestra lengua puede presentar, en efecto, una lista tan impresionante de narradores como la formada por Lezama Lima, Carpentier, Virgilio Piñeira, Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy? Si el Premio Cervantes no se hubiera convertido ya en un muestrario de nuestro tradicional chalaneo, ¿no debería haber sido concedido ex aequo a esta luminaria de creadores excepcionales? Pero nuestra sociedad literaria parece percibir sólo la luz, de los planetas extintos; como en tiempos de Larra y Clarín, confunde a los vivos con los cadáveres.

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Una amistad personal de casi 30 años me autoriza a decir que he conocido a muy pocos escritores del fuste de Sarduy: sin ínfulas ni autosuficiencia, modestos, generosos y leales con los amigos, rebosantes de vida, embebidos de humor. Su frivolidad era la más cara de su hondura y nitidez: ni el rencor ni la envidia ni la maledicencia tenían cabida en él.

Como muchos santos del islam popular, cultivaba públicamente sus vicios y mantenía sus virtudes secretas. Sólo los amigos podremos en adelante dar testimonio de ello.

Al redactar estas líneas a vuelapluma me vienen a la memoria dos anécdotas.Nueva York, a comienzos de los setenta: soy profesor visitante en NYU y estoy dando un curso a una veintena de estudiantes graduados sobre Paradiso, Tres tristes tigres y De donde son los cantantes. Mientras me esfuerzo en analizar, la abigarrada composición de esta última novela, advierto que los estudiantes se ríen a hurtadillas y hacen circular el ejemplar de una revista de mesa en mesa, felizmente sustraídos por algún diablillo o genio a la fúnebre seriedad de mis palabras. Al cabo, la tristeza de la exclusión y mi curiosidad son más fuertes: humildemente, les ruego que me pasen la revista y me permitan participar en su fiesta. Con audacia jovial, una muchacha me entrega un ejemplar de la edición hispana de Cosmopolitan: en una doble página en color, Severo, desnudo y tendido en un diván, se cubre con una mano discreta las partes pudendas. Aquella irrupción alegre del choteo isleño fue probablemente uno de los mejores recuerdos de mi enseñanza profesional. Con malicia amistosa, Severo había introducido una nota carnavalesca en el curso: el cuerpo del delito del autor.París, otoño de 1989, Instituto del Mundo Árabe: tras la proyección de un filme de Pierre Aubry consagrado a mi trabajo, el público inicia un coloquio acerca de san Juan de la Cruz, el sufismo y la simbología del pájaro, del vuelo a Simorg. Con esa gracia única de quien cita a Góngora y Villamediana con una chaquetilla de terciopelo verde y un vaso de daiquiri en la mano, Severo toma la palabra: proclama mi "santidad" con una autoridad y convicción que habrían hecho palidecer de envidia al mismísimo Papa y me transmuta en el san Juan de Barbès-Rochechouart -el barrio parisiense de los inmigrados árabes, demolido hoy poco a poco, en solapada limpieza étnica, por el alcalde señor Chirac-.

Días después caía enfermo y sufría las primeras acometidas de la pandemia que ha acabado con él y contra la que luchó hasta el fin con dignidad y fortaleza. Nuestra anterior frecuentación se redujo desde entonces a una intermitente relación telefónica, a veces melancólica y con referencias oblicuas al mal que le destruía, y otras, animada por esa euforia y afán de vivir que . nunca le abandonaron. Hace pocas semanas, inquieto con los rumores que corrían sobre su estado, le llamé para felicitarle por su último poemario y disipó aún con humor y estoicismo todas mis aprensiones: me hablaba de su pintura y sus nuevos textos con un optimismo que no parecía fingido. A primeros de junio quise transmitirle el cariño y entusiasmo de su traductor y editor alemanes, con quienes hablé a menudo durante mi reciente estancia en Berlín. Franiçois Wahl se puso al teléfono y me engañó piadosamente: dijo que Severo había salido a hacer unos. recados y me llamaría a su vuelta.

Su voz no me llegó y sí, en cambio, con días de retraso, la noticia de la muerte, no por temida menos cruel e hiriente. El verso de Luis Cernuda cifra cabalmente mis sentimientos ante su brusca ausencia: "El tiempo, es duro y sin virtud los hombres. / Bien pocos seres que admirar te quedan".

Juan Goytisolo es escritor.

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