Tribuna:

Limpieza ét(n)ica

A partir del 6 de junio todos sabemos que ya nada va a ser lo mismo. Los indicios son suficientes para afirmarlo con rotundidad: por un lado, todo el mundo lo dice; por otro, es imposible que las cosas sigan igual. La incógnita es si lo que va a ser distinto será mejor o peor. Y parece, siguiendo el debate político y el debate en los medios de comunicación, que la piedra de toque será la ética.A más de uno no le llega la camisa al cuerpo pensando en la ética. Y es que los grandes debates de principios suelen desembocar en horrores. Véase lo de la antigua Yugoslavia y véase el fundamentalismo i...

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A partir del 6 de junio todos sabemos que ya nada va a ser lo mismo. Los indicios son suficientes para afirmarlo con rotundidad: por un lado, todo el mundo lo dice; por otro, es imposible que las cosas sigan igual. La incógnita es si lo que va a ser distinto será mejor o peor. Y parece, siguiendo el debate político y el debate en los medios de comunicación, que la piedra de toque será la ética.A más de uno no le llega la camisa al cuerpo pensando en la ética. Y es que los grandes debates de principios suelen desembocar en horrores. Véase lo de la antigua Yugoslavia y véase el fundamentalismo islámico. Los socialistas dicen que los populares meten el cazo; los populares, que los socialistas son corruptos; los de Izquierda Unida, que todos. Y llegamos así a encontrarnos con la metafísica; ni siquiera con la genética.

La genética, al fin y al cabo, es más tranquilizadora: una vez que se ha eliminado al enemigo distinguible por el color de la piel o unos ojos más rasgados que los vencedores, terminado el proceso de limpieza de que se trate, los individuos restantes pueden dejar de sospechar unos de otros y conseguir su mundo feliz.

El problema con la metafísica es más difícil de solucionar: ¿cómo tiene uno la seguridad, por ejemplo, de que no le va a salir un nieto socialista, que, por tanto, sea un corrupto? Ni Franco consiguió, con todo el aparato del Estado a su servicio, un objetivo semejante. En cambio, Hitler, pese a su derrota, liquidó el problema judío en Alemania.

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O sea, que el problema de la ética es insoluble, aunque montemos una guerra civil.

¿No hay salida?

Bueno, puede haber una. Pero es poco satisfactoria porque nunca resuelve el problema de raíz. Se trata de considerar que la ética es un problema de cada uno, y que, cuando se aplica a la política (es decir, al gobierno de las cosas y a las relaciones entre los ciudadanos), es preferible hablar de mecanismos de control que impidan ciertas prácticas. No se trata de matar a todos los golfos en potencia (lo cual sería muy doloroso en unos casos y suicida en casi todos), sino de inventar mecanismos y pactar límites para que las golferías abunden lo menos posible.

Tenemos un caso reciente que puede ilustrar: en el último partido de Liga entre el Atlético de Madrid, y Osasuna, Moya marcó un gol al portero navarro, que había chocado segundos antes con un atlético y estaba mareado. Los comentaristas de deportes coincidieron en señalar que ésa no era forma de ganar, pero el reglamento dice que vale. ¿Qué hacemos? ¿Le tiramos a Moya botellas de cristal o rodamientos en el próximo partido? ¿Prohibimos a los delanteros que tiren a puerta cuando un guardameta tenga problemas matrimoniales? Eso conduce a la irracionalidad. Hay un reglamento, y el gol de Moya vale.

Porque la caballerosidad tiene un límite, que, en este caso, es la UEFA, y esa caballerosidad, que es la forma en que la ética se plasma en los nobles deportes, habría alterado el resultado, con enorme perjuicio para los aficionados del Atlético.

La aplicación rigurosa de los principios éticos a todas las esferas de la vida llevaría a una brutal alteración del mercado. Esto llegaría a su extremo en los concursos públicos de adjudicación de obras. Imagínense a dos empresas de la construcción compitiendo por una autopista. Una de ellas olvida en la presentación de la oferta poner los arcenes, porque su ingeniero estaba despistado. La otra, que sí los ha puesto, dice que renuncia a que se comparen los arcenes porque el hombre no tenía su momento. Y pierde el concurso.

La ética, en el mundo de la empresa, y eso lo sabe hasta el más ingenuo de los gerentes, está muy relativizada. Todos los empresarios saben que comprar a un funcionario público es una acción delictiva que conlleva riesgos graves. Y todo empresario, hasta el más ingenuo, sabe que comprar al gerente de una empresa de la competencia no tiene ningún riesgo, sino un premio. El mercado es un lugar salvaje que no produce comportamientos éticos. La única manera de moralizarlo es establecer mecanismos para controlar en lo posible los abusos. Y eso se puede hacer prácticamente sólo en la esfera de lo público. ¿Cuántos empresarios privados se negarían a pagar un soborno a un funcionario público a cambio de una contrata de envergadura? Muy pocos.

Los partidos políticos, en menor escala, tienen parecidas tentaciones. Aunque la política, por lo general, es más noble que otras actividades debido a la vocación de quienes la ejercen, más entusiastas del ejercicio del poder, normalmente, que de la acumulación de dinero. ¿Códigos éticos para los partidos? No está claro para qué. Mejor que comprarles a los militantes manuales de higiene y urbanidad el hacerles rellenar impresos con declaraciones de patrimonio y de intereses. Y es mejor que se les prohiba la práctica de ciertas responsabilidades si su familia tiene intereses en ese sector que hacerles jurar que nunca le van a dar una obra a su primo fulano de tal, quien resultaría canallamente discriminado.

Por tanto, lo más adecuado y riguroso es hacer que los reglamentos sean muy claros, y que cada cual se apunte a su código privado en la acción cotidiana, sea política o particular.

No sea que la metafísica de la ética nos proporcione algún disgusto en forma de hijo al que le dé por militar en el socialismo o entre los populares.

es periodista.

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