Tribuna:

La muerte de la Revolución

Los acontecimientos -por utilizar la expresión consagrada- de mayo de 1968 se derivan de raíces comunes al conjunto de los países industrializados desarrollados. La singularidad francesa procede del carácter casi insurreccional que revistieron en París, y después en provincias, y de la inconsistencia repentina de un poder político que parecía sólidamente asentado y del aparato del Estado más centralizado de Europa. Se deriva también, y tal vez sobre todo, de la mezcla, bastante desconcertante, de verbena y de violencia que, durante un mes, sacudió la nación de un extremo a otro.C...

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Los acontecimientos -por utilizar la expresión consagrada- de mayo de 1968 se derivan de raíces comunes al conjunto de los países industrializados desarrollados. La singularidad francesa procede del carácter casi insurreccional que revistieron en París, y después en provincias, y de la inconsistencia repentina de un poder político que parecía sólidamente asentado y del aparato del Estado más centralizado de Europa. Se deriva también, y tal vez sobre todo, de la mezcla, bastante desconcertante, de verbena y de violencia que, durante un mes, sacudió la nación de un extremo a otro.Con 25 años de distancia, el espacio de una generación, no se puede pretender tener la serenidad propia del historiador, pero al menos puede arrojarse una mirada crítica y (parcialmente) serena sobre tanta pasión. Se impone una observación general: el Mayo francés es una serie de malentendidos. Empezando por éste: aunque los militantes más fervientes tuvieran constantemente en los labios la palabra revolución, en realidad nunca se trató de eso seriamente.

El marco del movimiento lo proporcionaron unos jóvenes, estudiantes en su mayoría, disidentes del movimiento comunista o de los círculos cristianos. Nacieron al final de la II Guerra Mundial y llegaron a la edad política (entonces precoz) bajo otra guerra, esta vez colonial, la guerra de Argelia. A mediados de los años sesenta sufren un doble trauma: se avergüenzan de su país, capaz de utilizar la tortura como método de combate, y de sus padres, que han avalado ampliamente el régimen de Vichy; por otra parte, comprueban que la victoria. sobre la Alemania nazi, a pesar del lirismo patriótico oficial, no se ha visto acompañada por una transformación social firme y definitiva. Los cabecillas de mayo de 1968 pretenden a un tiempo reparar los errores de sus predecesores y renovar el ideal revolucionario traicionado por un partido comunista burocrático y estalinista. No esperan nada del Viejo Continente y ponen sus miras en La Habana o en Pekín. La crisis que se declara les parece una oportunidad de redención.

Pero son minoritarios. La mayoría de los jóvenes que construyen barricadas hasta el fondo de los callejones sin salida no necesitan para nada el marxismo althusseriano. Su protesta es ante todo antiautoritaria. Están hartos de una sociedad cuya modernización ha sido dirigida por el partido del orden, hartos del poder paternal, del liceo napoleónico y de los obispos que condenan la píldora. Arrastrados por una oleada a la vez demográfica y democrática, son conscientes de constituir una fuerza autónoma, que define su propia cultura y crea su propio mercado.

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Estas dos juventudes coincidieron en mayo de 1968. Aparentemente aliadas contra la represión y unidas por la torpeza gubernamental, pasaron en realidad la una junto a la otra. Resultado: Mayo del 68, a corto plazo, no generó ni reforma ni revolución. El partido del miedo hizo volver provisionalmente a De Gaulle. Y la izquierda parlamentaria (la que Sartre llamaba la "izquierda respetuosa") inició pesadamente su trabajo de recuperación.

Juzguemos el árbol por sus frutos. La posteridad izquierdista de la primavera de las barricadas fue efímera y grupuscular, incapaz de evadirse de sus coordenadas. Pero el detonante izquierdista permitió el surgimiento de nuevas cuestiones: por primera vez, el debate público se centraba en la educación, la justicia, los inmigrantes, el medio ambiente, los suburbios, la descentralización, las prisiones, la sanidad. Si hubiera que quedarse con un solo legado de este gran espasmo colectivo, se impondría probablemente el movimiento de las mujeres. No las infinitas querellas de innumerables comités discutiendo sobre el orgasmo clitórico y el orgasmo vaginal, sino el mar de fondo que trajo consigo la legislación del aborto, el divorcio por consentimiento mutuo o el acceso a cualificaciones profesionales cada vez más diversificadas.

El verdadero legado de mayo de 1968 está ahí. Una sociedad se puso al día en medio del éxtasis, los cantos y los gases lacrimógenos. Comprendió que las sociedades no se cambian mediante cirugía social, que el poder de los ministros no es más que una labor de gestión, limitada en el tiempo y por mil restricciones externas. No es casualidad que los antiguos líderes del Mayo francés fueran en su mayoría arquitectos, profesores, periodistas o médicos, en vez de políticos profesionales.

No fue una revolución, fue una transformación. Para ser más exactos, fue incluso la muerte de la Revolución con mayúsculas. A través de Mayo del 68, la juventud politizada se sometió a una especie de terapia de grupo para acabar con la guerra civil justa, con la búsqueda del Modelo supremo, con el comunismo y las escatologías análogas. Parodió la guerra para librarse de la guerra, blandiendo la generosidad y el escarnio. Lo que anunciaba Mayo del 68, a fin de cuentas, no era la revolución mundial, era la caída del muro de Berlín.

es editor y escritor, autor de Génération, crónica de mayo de 1968 en dos volúmenes, escrito en colaboración con Patrick Rotman.

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