ELECCIONES EN FRANCIA

París, capital mestiza de Europa

Dos millones de extranjeros conviven en la capital francesa

En esta esquina del bulevar Barbés, frente a la cafetería Le Château Rouge, se han reunido un centenar de senegalesas. Beben whisky de las botellas que sacan de sus coloridos bubús, fuman Gitanes o mascan chicle, se retocan el carmín de los labios, conversan a gritos en lengua wolof y sueltan grandes carcajadas. Una lleva un gran transistor en el que escucha la música de África Número 1, una de las múltiples emisoras no francesas de la frecuencia modulada parisiense. El sol luce hoy sobre las 40 grandes comunidades étnicas de la región parisiense.

Aunque luzca el sol no es cuestión de d...

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En esta esquina del bulevar Barbés, frente a la cafetería Le Château Rouge, se han reunido un centenar de senegalesas. Beben whisky de las botellas que sacan de sus coloridos bubús, fuman Gitanes o mascan chicle, se retocan el carmín de los labios, conversan a gritos en lengua wolof y sueltan grandes carcajadas. Una lleva un gran transistor en el que escucha la música de África Número 1, una de las múltiples emisoras no francesas de la frecuencia modulada parisiense. El sol luce hoy sobre las 40 grandes comunidades étnicas de la región parisiense.

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Aunque luzca el sol no es cuestión de descuidarse, y las senegalesas cubren sus bubús con gabardinas o cazadoras de cuero. En cuestión de calzado rige una disparatada desigualdad de opiniones. Las hay con tacones que las hacen temblar por completo cuando se desplazan, y las hay con chanclas y sin ningún tipo de media o calcetín.Una marroquí vestida a la usanza rifeña atraviesa el grupo y se pierde en dirección a Tati, los grandes almacenes del París multirracial, el reino del vichy rosa donde pueden comprarse unos calzoncillos por 40 pesetas. Una chica rubia entra en la cafetería y se sienta en el rincón donde un camarero corta tiras de chawarma. En la cafetería suena el Don't be cruel de Elvis Presley, y varios jóvenes africanos, con el pelo rapado y camisetas de Malcolm X, no pueden resistir la tentación de seguir el ritmo, tamborileando sus vasos de cerveza sobre el mostrador.

En el exterior se suma a las senegalesas una compatriota con las uñas pintadísimas que lleva a una preciosa niña de dos años cargada sobre sus espaldas. Antes de incorporarse a la risueña conversación, la señora arroja al suelo un sonoro escupitajo. Un joven europeo con largas patillas y un dálmata al final de una no menos interminable correa entran en la cafetería.

El periodista no puede retener ni un segundo más su curiosidad. Se dirige a una de las africanas, le suelta un bonjour y dice: "Discúlpeme, pero llevo un rato observándolas y me pregunto qué están celebrando. ¿Es una boda, un nacimiento, una fiesta suya?". La africana se llama Mbilla y no recuerda su edad, "aunque deben ser unos 30 años"- ríe alegremente y con ella sus compañeras. Y cuando ha terminado de desternillarse responde: "No, monsieur, es un entierro". Así es de maravillosa África, incluso cuando está instalada en esta ciudad del Norte.

Marzo es más duro para los vecinos árabes del barrio de Barbés. Es el Ramadán, y sus cafetines y restaurantes están cerrados durante la jornada solar. Pero si el mes de ayuno musulmán reduce la vitalidad diurna de Barbés, colorea los escaparates de sus pastelerías del rosa pálido, el verde pistacho, el amarillo limón, la almendra tostada y el blanco polvorón de las chubakías y.otros dulces de la temporada.

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En la encrucijada de la Rue de Chartres no huele a azúcar y miel, sino al cordero expuesto frente a las carnicerías musulmanas Chez Kotbi y Chez Kader. Es ya mediodía, y Ahmed, un joven empleado argelino de Kader, confiesa estar "desmayado". Está siguiendo el Ramadán, y el trabajo con las carnes "no es la mejor ayuda para mantener el ayuno". Ahmed no quiere terminar la conversación sin precisar una cosa: "Soy musulmán, pero no fanático. No sé por qué ustedes confunden siempre las dos cosas".

En este lugar preciso del inmenso tejido urbano parisiense el periodista vuelve a sentir la revelación de lo que será el siglo XXI. El telón de fondo de la empinada Rue de Chartres es la inmaculada basílica del Sacré Coeur, la última gran obra del catolicismo parisiense. Pero de la tiendecita de casetes de música árabe situada en el número 10 de la calle sale en este instante la poderosa VOZ enlatada de un almuédano que llama a la oración.

Una hora y media después, el periodista almuerza en el restaurante Jo Goldenberg, de la Rue des Rosiers, en el corazón del barrio judío del Marais. Nadie diría que en los ochenta este local fue devastado por un atentado de Abu Nidal. No es sólo que haya sido reconstruido, es que parece que nadie lo haya tocado jamás. Sobre los comensales velan multitud de menoras y cuadros con personajes judíos tradicionales de la Europa oriental. Una camarera rubia y con un traje tan corto como ajustadísimo se dirige en polaco a Bergamotte, la perra boxer que se sienta en un banco de terciopelo, al lado de una foto dedicada de Jacques Chirac.

El gran rabino

No lejos, Kosher Pizza anuncia que sus productos tienen el visto bueno del gran rabino de la Comunidad Israelí Ortodoxa de París. El propietario, con kipa y barba afilada tan aceitosas como todo el local, prepara un café de calcetín mientras escucha Radio Shalom. Y enhebra con entusiasmo conversación con el gentil que le ha preguntado quién es el personaje reproducido en media docena de cuadros y fotos, y que resulta ser "el gran rabino de los Lubavitch, que vive en Nueva York"."Si es usted español", dice, "a lo mejor ha oído hablar de Maimónides, que fue el judío más grande después de Moisés". El gentil ha oído hablar de Maimónides y larga el clásico discurso sobre la convivencia en Al Andalus de judíos, musulmanes y cristianos. "Los españoles", replica el patrón de Kosher Pizza, "han hecho una gran cosa por la paz con la cumbre de Madrid. Yo creo que la paz es posible. El 75% de los judíos estamos a favor y el 50% de los árabes también. La diferencia es que nosotros tenemos democracia y podemos decirlo, mientras que ellos no".

La conversación se amplía. Se incorpora un joven sin ningún distintivo religioso que dice haber sido tratado "maravillosamente" en un reciente viaje turístico a Túnez, y ello pese a su "evidente apellido judío, Bensabat". Un barbudo septuagenario sentencia: "Todos, judíos, cristianos o musulmanes, somos hijos de Abraham".

La jornada termina en el distrito XIII, que junto con Belleville es uno de los centros chinos de la capital. En este Chinatown-sur-Seine -así se le llama- reina el orden, pero lo mantienen los propios asiáticos. La policía, confiesa un funcionario que prefiere mantener el anonimato, hace la vista gorda sobre asuntos de papeles, trabajo de mujeres y niños u horarios. A cambio pide que se mantenga la seguridad.

En el supermercado de monsieur Tang sólo se venden productos asiáticos a clientes asiáticos. No es que Tang practique el apartheid, es que la mayoría de los vecinos son asiáticos y quieren esos productos.

Corbata aflojada, ojos rasgados, pelo oscuro y ralo y nariz achatada, Tang dice sentirse "perfectamente integrado en el sistema republicano", y añade con orgullo que sus hijos tienen la nacionalidad francesa y que uno de ellos es "enarca", es decir, estudiante de la muy elitista Escuela Nacional de Administración.

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